Para nadie debe ser fácil sobrellevar el confinamiento al que nos ha obligado la pandemia. En mi caso, me cuesta mucho conciliar el sueño gracias a la angustia que me causa pensar en lo que nos depara esta crisis sin precedentes, en un país que económicamente ya venía muy mal, con un Gobierno débil y taimado y con un Estado saqueado por un miserable, al que, encima, ahora debemos ayudar a sostener los propios ciudadanos con parte de nuestros ya mermados ingresos.
Levantarse en la mañana no es fácil. La falta de sueño pasa factura y asumir las tareas diarias, siempre repetitivas y monótonas, como un permanente dejá vu, no es muy alentador. Evito escuchar los noticieros y su retahíla de malas nuevas, explotadas al máximo por medios que parecen competir por quien da primero y con más morbo el recuento de las víctimas.
Decido mejor poner música y hacer el desayuno para los míos. Inventarme nuevas formas de prepararlo y sorprenderlos, para bien o para mal, con algún plato diferente. Entonces me doy cuenta de que, a pesar de todo, somos privilegiados. Estamos juntos, cuidándonos (y estresándonos) mutuamente. Todavía, gracias a que podemos permitirnos acceso ilimitado a Internet, logramos seguir trabajando y produciendo, y claro, pagar por los ingredientes de los “innovadores” menús que me ha dado por preparar.
Y pienso en aquellos que no tienen las mismas posibilidades que nosotros, los que no solo que no tienen acceso a Internet o la posibilidad de trabajar desde sus casas, sino que ni siquiera tienen garantizado el sustento diario. Los que deben recluirse en espacios pequeños, incómodos y abarrotados. Los que no pueden darse el lujo de quedarse confinados porque eso implica dejar de comer. Aquellos que son la mayoría en nuestro país.
Ecuador es un país muy desigual, tanto en términos económicos como sociales, con clivajes étnicos, culturales y regionales profundos, y la reacción de crítica, ira e incluso de burla de algunos de aquellos, que como yo, son también privilegiados, frente a la imposibilidad de muchos de quedarse encerrados porque ponen en riesgo su subsistencia y la de los suyos, nos revela, no solo esas marcadas diferencias, sino nuestra incapacidad de ponernos en el lugar del otro, en el de aquel cuya disyuntiva está entre correr el riesgo de contagiarse o de morir de hambre.
Como Javier Marías, yo tampoco me hago ilusiones de que como seres humanos esta crisis nos vaya a cambiar. Ya lo decía Camus en La Peste cuando hacia el final de la novela pone en duda que el triunfo sobre la epidemia constituya también el triunfo del ser humano sobre su propia naturaleza, pero ojalá pudiéramos, por lo menos, ponernos en los zapatos de quien no tiene nuestros privilegios antes de juzgarlo o condenarlo. Solo eso ya haría valer la pena este encierro.