La dinámica de la información ha descartado de las primeras páginas de los diarios las noticias sobre Venezuela. Las ha relegado a las páginas interiores. E, igualmente, la crisis venezolana parece que ha dejado de ser una de las preocupaciones prioritarias de la opinión pública internacional, que apenas presta alguna atención a la desvaída misión de la ex presidenta Bachelet o a los intentos infructuosos del secretario Almagro en la OEA. Inclusive las potencias mundiales, que un momento se involucraron peligrosamente en el asunto, andan hoy día pendientes de otros conflictos.
Pero, más allá de estos datos, y a pesar de ellos, es más que evidente que la crisis venezolana continúa, como se comprueba todos los días con la interminable caravana de migrantes que llega a Colombia, al Ecuador, al Perú. Más todavía: las informaciones que provienen de ese país nos alertan sobre el agravamiento de la situación humanitaria, de la debacle de la economía, de la angustia social, de la permanente persecución política.
Es posible que este relegamiento informativo se deba al pesimismo que pudo haber surgido luego de los intentos fallidos de transformación política, promovidos por el presidente Guaidó.
Seguramente se alimentaron demasiadas expectativas, se creyó que Maduro caería de un día a otro. Luego la situación parece haberse estancado en un statu quo cuyo final no se vislumbra, lo cual ha provocado que se haya perdido la esperanza de un cambio más o menos próximo. Hasta las cancillerías más diligentes han entrado en un compás de espera incomprensible.
Para quién es un simple espectador de los acontecimientos tal situación resulta especialmente dolorosa, tanto que nos parece siniestra. Nos quedan varias preguntas. ¿Es la comunidad internacional realmente impotente para conseguir esa anhelada transformación?
¿Podrá haber un diálogo razonable, y entre quienes y bajo qué patrocinio, para salir de este infierno? ¿O los diálogos, como se ha dicho, solo favorecen al continuismo de Maduro? ¿Son, una vez más, los militares, incluida su cúpula corrupta, los árbitros de la situación? ¿Sólo queda, entonces, esperar resignados, un desenlace que no sabemos cómo ni cuándo se producirá? ¿Cuál es el precio ominoso que finalmente tendrá que pagar el pueblo venezolano para obtener su liberación? Realmente no sabemos qué respuestas se puedan dar a estos interrogantes.
La tragedia venezolana, que deja víctimas todos los días, se prolonga ya demasiado tiempo y sus terribles secuelas perdurarán por muchos años. La comunidad internacional y en particular los países latinoamericanos, sus gobiernos y sus pueblos, no pueden acomodarse en una fatal indiferencia. Por eso, así mismo todos los días, tienen la obligación de adoptar alguna acción por la redención de Venezuela.