Al retornar al Ecuador, he observado que los dos últimos meses no han sido distintos a los anteriores en cuanto al descubrimiento de las trafasías del gobierno de Rafael Correa, pero han puesto de relieve su peor legado: los extremismos ideológicos, la radicalización de los juicios, la intolerancia y hasta el odio entre ecuatorianos.
Debo mencionar, en primer lugar, el deceso de Julio César Trujillo, ciudadano ejemplar en la observancia de la ética y la ley. Sus valiosos aportes en favor de la democracia y la justicia social le ganaron el respeto y aprecio generales. Como presidente del Consejo Transitorio de Participación Ciudadana, asumió graves responsabilidades, que cumplió con sabiduría, honestidad y eficacia. Sin embargo, al rendir su informe final, fue agredido por obsecuentes correístas la ferocidad de cuyo ataque le provocó un derrame cerebral y, poco después, la muerte.
La Corte Constitucional ha expresado su criterio sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo, aprobándolo con cinco de nueve votos. Tema es éste que ha suscitado divergencias de toda clase, inclusive de carácter religioso, expresadas en un tono rabiosamente radical e intolerante. Los argumentos de parte y parte son dignos de análisis y deberían dar lugar a un debate nacional y racional. El Presidente de la Corte, a pesar de haber votado en contra de la decisión, ha pedido que se la analice con serenidad y madurez. Lamentablemente, agravios, insultos, inclusive ataques físicos se han producido entre quienes mantienen criterios antagónicos.
El Consejo de Participación Ciudadana está presidido ahora por un ecuatoriano que aparentemente logró su elección contraviniendo la ley y utilizando mecanismos de ocultamiento que le permitieron presentarse como candidato idóneo. Desde su primer discurso se ha pintado de cuerpo entero. Unió a la retórica populista la demagogia, la prepotencia, la incitación a una guerra santa; menospreció inclusive a la Asamblea Nacional.
En este clima de exasperación se proyecta ya la sombra del oprobioso regionalismo. Es necesario que, superando esta nefasta herencia de Correa, recobremos la serenidad y la cordura para debatir sin agredirnos, argumentar sin insultarnos, defender nuestras ideas sin menospreciar las ajenas. La práctica de la tolerancia es base sobre la que se construyen las culturas y la civilización.
La retórica insultante de Correa no era condenable por provenir de Correa sino por su contenido de violencia, odio y polarización. No la repitamos al ejercer el derecho de opinar y criticar. Sin claudicar en la defensa de las ideas y principios que fundamentan la vida social, no olvidemos que la historia del ser humano está sujeta a una constante evolución. Oponerse a esta dinámica equivaldría a cerrar los ojos a las nuevas realidades.