Yo no quiero que se me ponga la cara de fastidio que veo en muchos conciudadanos cuando pasan al lado de un migrante o refugiado. No son pocos los que sienten una cierta indignación cuando, en el semáforo, ven al venezolano pidiendo una moneda, con cara de pobre y, para más inri con un bebe a cuestas. A mí me indigna es que, a estas alturas de la vida, millones de personas tengan que abandonar su país, su familia y su casa sin que el maduro-inmaduro sienta ninguna piedad. Lo deleznable es esa suerte de esclavitud moderna que entre todos ofrecemos a los más desesperados.
Guardo la memoria de mi infancia, cuando miles de españoles emigraban a Alemania para reconstruir un país devastado por la maldita guerra. Pueblos enteros de mi Galicia natal hicieron la maleta, cargados (una vez más) de pena y de nostalgia. Todos querían sentarse en los últimos asientos del autobús para poder ver hasta el último momento la aldea diminuta que se quedaba atrás, difuminada por la distancia y por las lágrimas. A muchos españoles les tocó pasar en Alemania una gran parte de su vida, aprendiendo de memoria algunas frases en ese idioma lejano y bronco, que apenas llegaron a aprender.
Los autobuses y los trenes partían con la misma desolación con la que hoy muchas pateras cruzan el Mediterráneo, con la misma tristeza con la que muchos venezolanos cruzan (o cruzaban) el puente de Rumichaca o con la misma ansiedad con la que infinitos centroamericanos intentan saltar los muros de Trump. A veces tengo la impresión de que casi nada ha cambiado, sólo los actores de la tragedia y los mecanismos de la infamia.
¿Y los ecuatorianos? Da la sensación de que nos hemos olvidado de aquel éxodo terrible que tuvimos que sufrir, cuando el antiguo aeropuerto de Quito se llenaba de besos, abrazos y bendiciones que rasgaban el alma. Eran besos de gente despojada por los atracadores de siempre, gente de cuello blanco impoluto y de alma negra como el azabache. En Madrid me tocó visitar a muchos de ellos, hacinados en cuartuchos de mala muerte, atentos a ocupar la “cama caliente” por riguroso turno. En aquella época la mayoría pensaba (los que se fueron y los que se quedaron) que la mayoría no regresaría o tardaría años en hacerlo.
El que quiera perder la memoria que la pierda, pero que se encomiende a Dios. Puede que algún día le vuelva a tocar (a él o a sus hijos o a sus nietos) tener que volver a humillarse en tierra extraña. No desprecien a los migrantes ni a los refugiados. Ellos son sólo el espejo de lo que fuimos y de lo que puede que algún día volvamos a ser.
Yo no quiero olvidarme de lo que un día vi, porque la vida me ha enseñado que quien olvida la historia está condenado a repetirla. No hay que olvidarse. Cuiden a los migrantes, trátenlos con respeto, pues migrantes fuimos nosotros en tierra extraña.