Descubro en los versos de Antonio Machado una profunda espiritualidad y advierto que Jesucristo está muy presente en sus poemas, en su prosa y probablemente en su vida. Difícil resulta hablar de alguien con tanta pasión si no está presente en el corazón. “El ateísmo – escribe en Juan de Mairena – es una posición esencialmente individualista: la del hombre que toma como evidencia su propio existir… Este hombre o no cree en Dios o se cree Dios… Tampoco este hombre cree en su prójimo, en la realidad absoluta de su vecino”.
La relación de Machado con la Iglesia no fue tan buena, sobre todo por el clericalismo del momento (“El clericalismo español sólo puede indignar seriamente al que tenga un fondo cristiano”, escribió en una carta a Miguel de Unamuno), pero la realidad de Jesús como fuente del auténtico amor fraterno es algo recurrente que convierte muchas de sus poesías en auténticas oraciones. Su fe no se recluye en el ámbito de lo privado e intimista; más bien refleja una fe con tanta relevancia pública que hace que su vida y su poesía sean un auténtico compromiso a favor del otro. Machado era muy consciente de la pobreza, por no decir miseria, de la España del primer cuarto del siglo XX. Pero, cuando se fijaba en las naciones ricas de Europa, expresaba también sus temores: fácilmente los pueblos ricos llegan a padecer una grave amnesia y olvidan el dolor. Machado une el cristianismo a una ética del amor fraterno que no puede vivir de espaldas al hermano, especialmente al empobrecido. La obra poética de Machado sonó y sigue sonando con fuerza.
El gran consuelo que uno experimenta cuando bucea por las aguas profundas del poeta está en el descubrimiento de un Cristo vivo, capaz de acompañar a su pueblo. Basta recordar el final de la saeta de los gitanos:
“¡Cantar de la tierra mía, /que echa flores Sal Jesús de la agonía, /y es la fe de mis mayores! /¡Oh, no eres tú mi cantar! /¡No puedo cantar, ni quiero / a ese Jesús del madero, /sino al que anduvo en la mar!”.
Vivimos tiempos difíciles para la fe y para la ética. Han pasado los años y seguimos inmersos en la misma amnesia de su tiempo, víctimas de una borrachera neoliberal que nos tiene secuestrados por la fuerza del placer, del bienestar y del consumo. Machado sigue siendo un maestro, que nos recuerda el valor de la espiritualidad. En su ausencia radican muchos de nuestros males. Hoy, mucha gente vive ensimismada, incapaz de alzar los ojos al cielo o de sostener la línea del horizonte, mirándose sólo el propio ombligo.
Hace años visité la tumba de Antonio Machado en Colliure, en Francia. No quiero mitificarlo, pero sentí que el maestro seguía vivo en el proyecto de humanidad que mucha gente lleva en su conciencia. Pasa el tiempo y permanecen las palabras y, con ellas, la poesía, la fe y el compromiso solidario.