Con el advenimiento del ferrocarril, el auto y el avión, las cabalgaduras dejaron de ser necesarias. Los caballos quedaron como animales deportivos, salvo aquellos que siguen lidiando con el ganado en la soledad de los páramos y en las llanuras costeras, o explorando todavía caminos y cordilleras. Las mulas se ausentaron para siempre de las ciudades y se refugiaron precariamente en el campo. En Ecuador, la decadencia de los arrieros se inició con la apertura de la vía férrea, a inicios del siglo XX y, después, con la generalización del transporte por carretera.
Algunos personajes vinculados a esa antigua cultura rural sobreviven como signos de la identidad mestiza, así, los gauchos, huasos, charros, chagras y llaneros. Los arrieros llevaron la peor parte, y desaparecieron. Para unos pocos aficionados a las cosas del país, ellos son puro recuerdo, añoranza; para otros, son personajes desconocidos, o memoria exótica, y hasta incómodo testimonio de lo que fue nuestro mundo, modesto y campesino, antes de que llegue la modernidad.
El arriero cumplió un papel fundamental en la movilización de mercaderías y el transporte de personas durante la Colonia, y hasta bien avanzada la República. En el caso de Perú, Chile y Argentina, hay estudios que demuestran cómo la vitalidad de esas sociedades dependió de los arrieros y sus recuas que trasegaban, a través del continente, toda clase de mercaderías, por caminos y senderos abismales, según cuenta aquella crónica del siglo XVIII, “Lazarillo de Ciegos Caminantes”, de Concolorcorvo, que describe, con detalle, encanto y maestría, la experiencia y el drama de viajar, entre Buenos Aires, Potosí y Lima, con partidas conformadas por cientos de mulas.
Si algún monumento falta en nuestras plazas es uno al arriero. Si algún reconocimiento tenemos pendiente es a este hombre de caminos y mulas, perpetuo viajero, el arriero, este mestizo de poncho y acial, que condujo gente, trajo y llevó cosas, cargó fardos y alforjas, y que, por largo tiempo, fue la expresión de la América viva, viajera y comerciante.
Protagonista de todas estas historias, además del arriero y su trabajo, es la mula, sin cuya presencia los países y la economía habrían sido distintos. La mula permitió ser a Latinoamérica. La mula, en su tiempo, hizo posible el Ecuador.
Estamos en deuda con los arrieros y las mulas, por eso, hay que recordar, a modo de homenaje, a ese personaje, que es la dimensión humana de un tiempo y de un modo de vivir, y a esa histórica acémila que trajeron los españoles hace quinientos años, y que ayudó a fundar ciudades, pueblos y espacios de cultura en los más remotos rincones de los Andes.
(A propósito de la muestra de fotografías que se exhibe en el Centro Cultural Metropolitano).