En mi despreocupada juventud leí un cuento de Marcel Schwob, un simbolista francés admirado por Borges. Se llamaba ‘Las milesias’ y partía, sin nombrarla, de una historia narrada por Plutarco sobre una ola inexplicable e imparable de suicidios juveniles que acontecieron en la isla de Mileto.
El cuento de Schwob nos conduce con imaginación y adjetivos luminosos a la solución del enigma histórico: llevadas por un impulso nocturno, las muchachas milesias acuden a plantarse desnudas e intactas ante un espejo de metal bruñido que les va devolviendo la imagen de cómo se verán en la avanzada vejez. Entonces profieren gritos de horror y corren a colgarse de una viga.
¿Qué habría pensado Schwob si alguien le hubiera dicho que siglo y pico después cualquier vecino, virgen o promiscuo, célebre o anónimo, podría descargar una aplicación que lo haría verse en la pantalla tal como lucirá de viejo? Porque eso es lo que hace la famosa y controvertida FaceApp, salvo que en estos tiempos frívolos, en lugar de colgarse del techo, la gente cuelga sus rostros digitalmente avejentados en el Facebook como una novelería más.
Pues igual de frívolas y vacuas son las declaraciones que sube a la red el loco del ático, quien ha vuelto a amenazar con pegarse un tiro si le encuentran un centavo malhabido (en sus cuentas, claro), así como en sus días de gloria pedía a gritos que lo mataran y se escabullía al hospital y ordenaba el asalto armado. O juraba renunciar si le probaban que su primo Pedro era un pillo. O decía que Honduras era un buen lugar para morir.
Demagogia pura. Las vírgenes milesias no andaban haciendo alharaca: acudían sigilosas a mirarse en el espejo del futuro, se colgaban y punto. Ahora, Correa no necesita siquiera del espejo del FaceApp pues se ha convertido ya en el bizarro de sí mismo. Ese joven pintón de la primera campaña electoral, que parecía izquierdista, ecologista, honrado y bienintencionado, hoy asoma decadente y distorsionado por el gran angular de la computadora, hinchado de rencor y temor, obsesionado por volver al poder, con una calvicie galopante y la misma sonrisa sarcástica de las sabatinas, como si fuera el rey del mundo respondiendo a CNN que es EE.UU. quien debe pedirle disculpas a él por el caso Assange, no viceversa.
No queremos que los políticos que tanto daño causaron al país se quiten la vida como Alan García para lavar sus honras maltrechas. (Más bien son ellos quienes mandan abalear la casa y advertir a una testigo que “los muertos no colaboran”). Lo que exige la mayoría es que los prófugos sean traídos a responder ante la justicia, expíen sus culpas en prisión y devuelvan la plata malhabida que encubrieron con testaferros o se llevaron en el avión presidencial a los paraísos fiscales. Lo demás es puro cuento.