Los derechos de los revolucionarios

Mientras en las repúblicas democráticas, la sociedad civil, los intelectuales y las élites se esfuerzan por encontrarle justificaciones al poder, por dotarle de legitimidad, y para explicar, con alguna dosis de ética y de racionalidad, el derecho a mandar y la obligación de obedecer, en los estados revolucionarios y en las dictaduras que los gobiernan, la preocupación por la legitimidad desaparece, y se transforma en atributo privado, personal e intransferible del caudillo o del grupo militante. El derecho pasa al patrimonio de los dictadores y la relación con los gobernados se transforma en servidumbre.

En tanto que en las democracias liberales el debate sobre el poder es una constante, los revolucionarios de todos los signos asumen -sin más argumento que la fuerza que ostentan y la soberbia de su mesianismo- que tienen “derecho” a mandar, a someter al individuo a las verdades reveladas de las que es propietario el grupo militante. Ya no se discute el título en función del cual ejercen el poder. Ya no es posible poner en duda la legitimidad de la revolución.

Y si alguna preocupación surge en torno al tema, la respuesta no se hace esperar: la revolución es sagrada, incuestionable, proviene de una especie de potestad divina. Quien cuestiona a la revolución es traidor a la causa, enemigo del proyecto y reo de delito de lesa patria. Con semejante estrategia, tanto los gestores de la revolución como la enorme burocracia que ella genera, quedan blindados, protegidos contra todo escrutinio, consagrados, sacralizados.

Las revoluciones han sido una constante de la historia latinoamericana. Todas ellas, a su tiempo, estuvieron protegidas por el fundamentalismo, por la negación de los derechos de los oponentes, por la propaganda y, asunto notable, por la complicidad de algunos intelectuales y por la ingenuidad rayana en la tontería de otros.

El caso de Castro es paradigmático. El de Chávez se ha convertido en episodio surrealista en que se mezclan la santería, los dólares del petróleo y la infinita capacidad de manipulación y de corrupción de Estado puesto al servicio de los herederos del coronel.

En el continente, la revolución sigue, pese a todos sus fracasos y a todas las libertades suprimidas en su nombre, como la ilusión, la mágica poción para sociedades sin destino. Y aún en el siglo XXI, es “el opio de los intelectuales”, como titula un libro formidable del gran liberal que fue Raymond Aron.

Las preguntas quedan: ¿Tienen derechos los revolucionarios? ¿Nace algún título del golpe de Estado o del triunfo de una minoría armada, es un derecho de conquista? ¿Le asiste legitimidad al grupo revolucionario, aparte de la fuerza que ostenta y de la represión que ejerce? ¿Cómo se justifican sus teorías, son dogmas indiscutibles?

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