Analizaba en mi columna anterior que el fin último del derecho es la justicia y en esa medida, es hacia su consecución que debe estar orientado el ejercicio profesional de los abogados, buscando la aplicación más justa del derecho a determinada circunstancia. Así, el Código Orgánico de la Función Judicial determina que la abogacía es una función social al servicio de la justicia y del derecho y que los abogados estamos obligados a actuar a su servicio, patrocinando nuestras causas con sujeción a los principios de lealtad, probidad, veracidad, honradez y buena fe.
Ahora bien, saber cuál es una aplicación justa del derecho tiene mucho que ver con el concepto mismo de justicia, sobre el que muchísimo han debatido filósofos, juristas y politólogos. En su libro “Justicia. ¿Hacemos lo que debemos?”, el filósofo del derecho y profesor de Harvard Michael J. Sandel, recoge tres maneras de enfocar la justicia. Una utilitarista, que dice que la justicia consiste en maximizar el bienestar y felicidad de los individuos; otra, liberal, que sostiene que justicia es respetar la libertad de elegir de los individuos sin que ésta viole los derechos de los demás; y, finalmente una tercera, a la que adscribe el autor, que dice que la justicia es cultivar la virtud y buscar el bien común.
Sin embargo, cuando Sandel desarrolla sus ideas sobre este último enfoque, nos lleva nuevamente al tema de las libertades y su respeto. La virtud no es decirle a la gente como debe vivir, como pretende el conservadurismo, sino respetar y hacer respetar los derechos de las personas, tomando en consideración la dignidad humana y favoreciendo así al bien común.
En ese sentido, ¿las leyes y las normas son siempre justas? La respuesta obvia es que no, y como ejemplo paradigmático tenemos al impecable, pero monstruoso ordenamiento jurídico nazi, en el que el respeto a las libertades y a la dignidad humana no tenían cabida alguna. De esta forma, como abogados, cuando nos enfrentamos al ejercicio de la profesión, debemos considerar seriamente estos aspectos, porque a veces la ley, por muy bien hecha que esté no siempre está destinada a la búsqueda de la justicia y del bien común y nuestra obligación debería ser evidenciar su ilegitimidad antes que valernos de ella para conseguir resultados evidentemente injustos, aunque sean legales.
Por ejemplo, cuando se analiza al Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, es evidente que permitió la consagración de un régimen injusto y antidemocrático del que apenas hemos empezado a salir y nuestro deber como abogados debería ser buscar y brindar las herramientas que permitan su pronta desaparición y mientras tanto, que limiten sus funciones al mínimo, no coadyuvar para que volvamos a la injusta situación anterior, por muy “legal” que parezca.