El señor Glas, contra quien apunta cada vez con mayor insistencia el dedo de la justicia, ha escogido, para defenderse, una estrategia contraproducente que casi ha hecho desaparecer la presunción de inocencia. Se ha limitado a negar todo, a insistir que nada se ha probado, a ganar tiempo con todos los ardides legales y a buscar, en el campo adjetivo y procesal, razones para evitar la cárcel que merecerían los delitos sustantivos de los que se le acusa.
A las revelaciones hechas por el delator brasileño Santos, ha respondido negando validez a la “palabra de un delincuente”, como si tales evidencias carecieran de fuerza ética; ha pretendido recusar a un juez; ha invocado los recursos de habeas corpus y protección; ha buscado descalificar al Fiscal y al Contralor; ha ignorado las declaraciones de su colega Mera; se ha contradicho al describir sus relaciones con el tío Rivera. Ha pretendido, en suma, destruir las evidencias gritando, con soberbia y altanería, que es inocente. Probablemente cree, como su ex jefe Correa, que su palabra debe ser considerada la “ultima ratio” y se ha negado a dar un paso al costado como sus propios “compañeros” le han sugerido. No alcanza a percibir que -lamentable consecuencia de esta tozudez- la función que se empeña en seguir ostentando está perdiendo dignidad y perjudicando al buen predicamento de la República. No ha reflexionado sobre el caso del Vicepresidente uruguayo que, denunciado por un abuso de poder, optó por una caballerosa renuncia con el fin de no hacer daño a la democracia de su país.
No solo eso. Glas está ahora en la cárcel, en obedecimiento a una medida cautelar que, de alguna manera, supone un juicio de valor sobre su conducta, ¡y pide “vacaciones no gozadas”, para pasarlas en prisión!
Cuando la Contraloría le destituye, después de haber analizado su gestión administrativa como Ministro encargado de las Áreas Estratégicas, arguye que esa medida solo puede aplicarse a la función que antes desempeñaba, sin afectar a la actual.
El pueblo -en cuyo nombre se estableció un tribunal popular que juzgó y condenó simbólicamente a Glas- no pretende examinar jurídicamente este penoso asunto, pero observa que el acusado está envuelto en un problema de gravedad extrema y cree que, por dignidad y sensibilidad, debería renunciar para defenderse sin seguir afectando al prestigio del país. Además, mira inconforme que la maraña de las argucias procesales está retardando el análisis de la sustancia del caso y empieza a preguntarse si habrán misteriosos arreglos para entorpecer la acción de la justicia.
Mientras tanto, la propia reputación de Glas ha caído en forma tal que la burla y el sarcasmo son la respuesta que recibe del pueblo cuando se proclama inocente y se aferra a un cargo que ya no ejerce ni puede ejercer.