La palabra sirve para defender las libertades. Sirve para justificar las tiranías, endiosar a los caudillos y censurar los excesos del poder. Sirve para escribir las leyes, trazar las historias mentirosas, o para decir la verdad. Es útil para escribir los derechos o para negarlos.
La palabra escrita -o la palabra dicha- es la memoria, el recuerdo, el proyecto y la doctrina.
El poder de la palabra explica la frecuencia de los discursos y la reiteración de la propaganda. Es allí donde adquiere significado político evidente. Y es así que la palabra se transforma en instrumento, en medio de dominación, en negación de las ideas, en afirmación de los slogans.
Las repúblicas son, en realidad, palabras. Las constituciones son palabras que pueden viajar con el viento o afirmarse en el suelo de un país y germinar como instituciones. La historia del Ecuador es la crónica de los textos legales perdidos en el torbellino de los hechos, es la hojarasca de las reglas, es el bla, bla interminable de todos contra todos.
Quizá la esencia de los problemas esté en la devaluación de la palabra, en la minusvalía de las reglas que son, en definitiva, palabras. Quizá esté en la habilidad para hacerles decir a las leyes lo contrario de lo que el sentido común indica. Quizá el tema esté en que la verdad se ha transformado en el invitado de piedra en el gran banquete de la retórica y la fraseología, en el coro de las justificaciones, los adulos y los miedos.
Signo de decadencia es la baratija de las palabras, es la tendencia a hacer de la claridad y la sencillez un complicado chaquiñán que confunde y esquiva. Signo de decadencia es la complicidad con el que miente, con el que inventa, es el temor a llamar las cosas por sus nombres.
Y en todo eso, la herramienta y la víctima es la palabra, que, paradójicamente, es al mismo tiempo el escudo y la defensa, el recurso para no abdicar del todo de la dignidad, para mantener, aunque fuese en el refugio de la casa, el valor de los conceptos, la claridad de las ideas, la capacidad crítica; para mantener, pese a todo, el atrevimiento de pensar y decir, de disentir y señalar.
La palabra es siempre peligrosa. Es puñal de dos filos. Con ella se escriben las lápidas de las tiranías, las excusas de las represiones, las novelas de repúblicas inexistentes, y se pueden narrar los heroísmos y las cobardías. Con ella se puede engañar.
La palabra es aún más peligrosa, porque es el arma para demoler, la flecha que lleva la verdad, la memoria que queda, y es el desmentido a la literatura política dominante. Es la fórmula para decir lo que finalmente queda en la memoria y en la conciencia, lo que persiste y renace. Es peligrosa para el poder, por eso, su principal preocupación es callarla, someterla y mediatizarla.