Cuando vengo a Lima suelo visitar El Cordano, un café que funciona hace más de un siglo a un lado del palacio de Pizarro y ha visto pasar ante sus mesas de mármol a muchos presidentes del Perú. Esta vez he recordado aquí a otro hijo de revolucionarios, el que llegó más alto y se quitó la vida hace tres meses cuando la policía iba a aprehenderlo por el caso Odebrecht. Me refiero a Alan García, quien nació en 1949 mientras su padre, un agitador del APRA, el partido izquierdista de Haya de la Torre, guardaba larga prisión bajo la dictadura de del general Odría.
Carismático y ególatra como corresponde, orador notable y buen cantante (se ganaba sus francos cantando en el metro de París) fue el primer cuadro del APRA que conquistó la Presidencia a sus 36 años, generando una ola de entusiasmo en América Latina. Recuerdo que Alfredo Pareja Diezcanseco volvió impresionado de su posesión y contó que era un joven brillante que había citado a César Vallejo en su discurso. En efecto, García había estudiado leyes, letras y sociología en Lima, España y Francia. Mejor cartel, imposible, ¿no?
El primer año su popularidad subió a las nubes pues al mejor estilo populista despilfarró el billete del Fisco. De ahí en adelante todo fue cuesta abajo: las matanzas de guerrilleros en las cárceles, el intento fallido de nacionalizar la banca, la aguda crisis económica y una inflación desbocada, el auge del terrorismo y la corrupción que lo salpicó. Hábil como era logró eludir la justicia (dictatorial) de su sucesor, Fujimori, asilándose en la Embajada de Colombia. De la joven promesa solo quedaba el apodo de Caballo Loco; nadie habría apostado un sol por su retorno.
Pero esto es América Latina, señores, donde los caudillos denigrados y desterrados resucitan una y otra vez como bien lo sabemos los ecuatorianos que reelegimos cuatro veces a Velasco Ibarra. Cuando habían prescrito las acusaciones de corrupción, García retornó a Perú y 52% de peruanos volvieron a elegirlo presidente en el 2006, asustando al sistema. Mas el chico díscolo había madurado y no cometió las barbaridades de la primera vez. Si acá necesitamos de un Moreno para enmendar los atropellos de Correa, allá fue el mismo García quien ‘giró a la derecha’, es decir, tuvo la sensatez de mantener un exitoso modelo económico. Pero no supo resistir a las tentaciones de Odebrecht.
Acostumbrado a la teatralidad del poder, la escena del suicido dio un final dramático a una carrera tan bipolar como él, plagada de luces y sombras. Alguien dijo que era una forma más de evadir a la justicia; sí, pero con algo de dignidad y vergüenza, esas virtudes tan ajenas a los pícaros del correísmo que desfilan en las audiencias con cascos y grilletes, negando padre y madre, o fugan en medio de la noche, esperando que el cura Tuárez les agilite el retorno a los negocios del poder.