¿A quien no le ha ocurrido uno de esos episodios que, de súbito, sin aviso previo alguno, interrumpen la rutina de nuestra vida y nos colocan frente a los albures de una enfermedad cuyos síntomas son oscuros e imprecisos, pero siempre inquietantes?
El dolor es generalmente el encargado de transmitirnos el indeseado mensaje. Percibido inicialmente como un disturbio pasajero, enciende las alertas pero, al mismo tiempo, nos aconseja, soto voce, no exagerar la preocupación y confiar en que pronto todo volverá a la normalidad.
La dinámica de la patología no se detiene y empieza a producir reacciones instintivas en nuestra conducta. Mientras seguimos buscando explicaciones sin encontrarlas, el dolor persiste.
Ha dejado de ser tenue para adquirir una cierta corporalidad, es envolvente e insidioso y su evolución nos inquieta. Procuramos desecharlo o minimizarlo, pero esas oleadas de incomodidad nos lo impiden. El repaso de nuestro historial médico nos inunda con indeseados presagios. De alguna manera, adquirimos consciencia de que estamos tratando de engañarnos a nosotros mismos y, sin embargo, aspiramos a tener la razón. En pocas palabras, vamos perdiendo confianza en nuestro diagnóstico inicialmente optimista y nos sentimos inclinados a aceptar la evidencia de una situación amenazante.
Surgen entonces pensamientos más pesimistas y tétricos. Nos vemos afrontando una circunstancia grave que nos induce a reflexionar seriamente sobre la naturaleza temporal de la vida humana. El primer pensamiento nos deja fríos, como si poco importara para nuestra vida personal e individual. Pero, en segundos, tomamos consciencia de que no es cosa de juego estar viendo a la muerte de cerca, a los ojos, plantada frente a todo lo que consideramos el normal desenvolvimiento de la vida. Pero –argumentamos- en tal reflexión no debe influir la incógnita sobre el punto final sino, más bien, sobre el paso rutinario de días y horas ocupados en -ahora- gratos y usuales menesteres.
Nos sentimos indefensos frente a la ineluctable partida. Y creemos que la muerte ya está sentada a nuestro lado, que nos ha tomado de la mano y que, suave pero insistentemente, nos está conduciendo hacia sus aposentos. Consultar a un médico –idea que inicialmente rechazamos por desproporcionada e innecesaria, como una confesión de la propia impotencia- se nos presenta ahora con el ropaje de elemental dictado de la prudencia.
Sentimos al sudor frío humedecer nuestra frente y nuestras manos. ¡Y de súbito, nos damos cuenta que el dolor se ha desvanecido, ya no nos incomoda, ha desaparecido!
Todo fue un malestar pasajero, pero tanto su poder que nos hizo viajar de la incomodidad a la angustia, de la incertidumbre al temor, de la salud a la enfermedad, del arrepentimiento a los buenos propósitos…¡y de regreso!