El “Tratado de Roma” —suscrito en 1957 por los seis países iniciadores: Bélgica, Alemania, Francia, Italia, Luxemburgo y Holanda— dio inicio a la Comunidad Económica Europea con su mercado común, a la que seis años después se incorporaron Dinamarca, Irlanda e Inglaterra. En 1981 se unió Grecia. Y en los años posteriores lo hicieron España, Portugal, Austria, Finlandia, Suecia, Chipre, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Lituania, Letonia, Hungría, Malta, Polonia y República Checa, Bulgaria, Rumania y Croacia, cuyos territorios y economías formaron un solo mercado común. Fue el proyecto más avanzado de integración. Abarcaba 530’200.000 habitantes, sometidos a las obligaciones inherentes a su membresía de la Unión.
Y el “Tratado de la Unión Europea” del 92 —conocido también como “Tratado de Maastricht”— dio nueva estructura y alcances al proceso integrador del viejo Continente, creó el “euro” como moneda común y modificó el mapa político, económico y social europeo. El Tratado tuvo enorme incidencia. Y Europa alcanzó gran poder en la toma de las decisiones mundiales.
La incorporación de los países del Este europeo implicó también, para ellos, profundas transformaciones políticas, sociales y económicas, puesto que se sometieron al imperio del Derecho, a la estabilidad democrática institucional, a la vigencia plena de los derechos humanos, al respeto a las minorías étnicas y culturales y, en lo económico, la apertura mercantil y el abandono de sus patrones tradicionales de intercambio. Todo lo cual supuso importantísimos cambios en países antes sometidos a la planificación, gobierno y administración centralistas.
Pero este proceso de “absorción” de los nuevos socios en el seno de la Unión Europea no estuvo exento de dificultades causadas, entre otros factores, por el inferior grado de desarrollo económico, la menor renta nacional, las bajas prestaciones sociales y los elevados índices de desempleo laboral que imperaban en los países del Este europeo. Uno de los problemas que eso planteó fue que los fondos estructurales, los fondos de cohesión, el fondo social europeo y el fondo europeo de orientación y garantía —contemplados en los presupuestos de la Unión Europea para financiar obras viales, aeropuertos, ferrocarriles y desarrollo turístico y potenciar sectores productivos, fomentar el empleo, capacitar mano de obra calificada, impulsar la agricultura y ganadería y ayudar a las regiones más deprimidas de Irlanda, España, Portugal y Grecia— tuvieron que redistribuirse para atender las necesidades de los nuevos socios de inferior grado de desarrollo relativo, cuyas economías eran esencialmente agrarias, en perjuicio de los países anteriormente beneficiados con tales recursos financieros.