Como tantos latinoamericanos, estoy hasta la coronilla de los caudillos megalómanos y sus respectivas cortes que en nombre del pueblo se apropian de todo el aparato del Estado (de sus carros, sus aviones, sus palacios, sus langostas, su petróleo o lo que hubiere a la mano) y no satisfechos con arruinar el presente de sus vasallos intentan apropiarse también de su futuro, como en Cuba, donde, muerto el monarca, les hacen jurar lealtad al mismo proyecto que los sumió en la miseria mientras Antonio Castro, hijo de Fidel, monta canchas de golf al estilo de Donald Trump.
Para escapar unos días de la mascarada populista, he venido hasta el sur de Chile a disfrutar del espectáculo que despliega la Madre Naturaleza ante los ojos asombrados de quienes navegamos por Todos los Santos, un lago dominado por el cono perfecto del nevado Osorno, que refulge junto al Puntiagudo, caprichosamente tallado por las erupciones y los vientos milenarios. Para nuestra buena fortuna el sol baña la cubierta del catamarán y los islotes verdes donde se asentaron los pioneros alemanes.
Algunos turistas continúan el viaje hasta San Carlos de Bariloche; nosotros retornamos a Puerto Varas, otro lindo poblado de arquitectura alemana a orillas del lago Llanquihue. Atraídos por la canción de Los Iracundos, esa que enloqueció a Abdalá, vamos a Puerto Montt. ¡Oh, desencanto! Su única gracia es el curanto que comemos en un restaurante popular: un plato suculento que conjuga mariscos, pollo, cerdo y longaniza, y que originalmente era cocido en la tierra como la pachamanka del incario.
En el lento ferry que nos traslada a la isla de Chiloé converso con un cirujano de Pasto que da clases en la Universidad de Texas y ha venido a un congreso de cardiología. En tan insólito escenario me pongo a intercambiar dichos de pastusos con una celebridad, jaja. Luego visitamos los pueblitos de la isla, cuyas tradicionales iglesias de madera lucen al sol sus colores pastel y me recuerdan la antigua iglesia del puerto de Manta.
Volviendo a Santiago me hundo en la biografía de Violeta Parra, muy bien armada con testimonios orales de quienes la conocieron y fragmentos autobiográficos de sus canciones. Estremece el relato de la pobreza y el dolor que soportó a lo largo de su azarosa existencia la autora de ‘Gracias a la vida’. Fea, picada de las viruelas, suicida, es símbolo de una época cuando la política de izquierda y el arte popular no consistían en forrarse de plata sino en jugarse el pellejo. Para afinar la idea basta compararla con la risueña Shakira, que debió pintarse de rubio para dar el crossover. O comparar a Salvador Allende con los ladrones Kirchner, que en Ecuador merecen estatuas y medallas.
Pensando en eso voy a La Moneda a conocer la estatua de Allende, quien honró su palabra y se suicidó para no pasar por la humillación de la renuncia y el exilio. Lo que antes era izquierda y dignidad, hoy es puro marketing.