Fuera del país hay dos visiones contrapuestas del indígena. El habitante de las ciudades de hormigón y vidrio tiene una visión romántica del indígena como un sujeto pacífico y trabajador que vive en contacto con la naturaleza, en parajes idílicos, y respetuoso de sus ciclos y estaciones.
El mito del “buen salvaje” es ahora más convincente que en 1755 cuando fue inventado por Rousseau para explicar su tesis de que el hombre es bueno por naturaleza y la sociedad es la que le pervierte. Frente a situaciones como las que hemos vivido, para esta visión resulta natural ponerse de lado de la protesta indígena y en contra del Estado y las fuerzas del orden.
Pero la visión contrapuesta considera inaceptable que la protesta violenta quede en la impunidad. Si todos somos iguales ante la ley, la protesta no puede violentar los derechos de los demás. Esta visión considera inaceptable que líderes indígenas emplumados y pintados destruyan pozos petroleros, cierren calles y caminos, incendien edificios, asalten empresas y negocios, amenacen a los ciudadanos y obliguen al Gobierno a tomar las decisiones que impone una minoría.
También los ecuatorianos están divididos respecto de la marcha indígena y las acciones violentas.
Hay quienes justifican el reclamo de los indígenas e incluso se sienten agradecidos porque la protesta les permite seguir disfrutando el subsidio a los combustibles. No ven más allá. No entra en sus cálculos el hecho de que las pérdidas, en una semana de protestas, rebasen la cantidad que hubiera recuperado el Estado en un año de aplicación de las medidas.
Los ecuatorianos más informados consideran que mantener el subsidio deja intacto el problema económico que se trataba de resolver. Sienten vértigo ante los peligros que amenazan a la democracia y se sobresaltan con la conjura de los corruptos del régimen de Correa que intentan, con apoyo de la izquierda, recuperar el poder.
Los líderes indígenas traicionaron a las bases mezclándose con vándalos subversivos que provocaron violencia y buscaron derrocar al Gobierno.
La sociedad ecuatoriana quedó atemorizada pero advertida. Ya nunca se repetirá una marcha indígena en la misma forma.
El Gobierno, a pesar de los errores, logró sobrevivir. Ahora viene la tarea paciente y difícil de establecer responsabilidades, recuperar las instituciones que quedaron maltrechas, buscar consensos para resolver el problema económico.
La mesa chica quedó minúscula en la crisis; se impone una oxigenación del gabinete y el rescate de los aparatos de inteligencia.
Las instituciones que actuaron como espectadores, Asamblea Nacional, Alcaldía de la capital y algunos partidos políticos, tratarán de volver a la vida. La tarea más difícil será para la Administración de Justicia porque enfrentará presiones contrapuestas entre impunidad y venganza.