Parece que se han removido las aguas profundas de Posorja y que el mar embravecido ha botado a la superficie los restos del naufragio, tantas miserias humanas acumuladas en los fondos marinos.
Con enorme decepción y dolor hemos contemplado los efectos de la barbarie humana, cuando las masas pierden el control y basta una chispa para encender las hogueras bárbaras.. No ha sido la primera vez y no será la última, a pesar de las palabras, los lamentos y las solemnes declaraciones de los guardianes de la moral pública. Pero lo cierto es que demasiadas falencias quedan al aire.
La primera de es esa desconfianza en la justicia que, poco a poco, ha ido arraigando en la conciencia colectiva de nuestro pueblo. La policía, los fiscales, el proceso, los jueces, las sentencias, el cumplimiento de las penas, la rehabilitación,… son más una maraña de despropósitos que una auténtica administración de justicia. Parece que, mal que nos pese, el engranaje no funciona y que, muchas veces, demasiadas, el que es detenido infinitas veces, vuelve a salir infinitas veces, cada vez más capacitado y animado a delinquir.
Realmente la crónica roja resulta peor que una sabatina, que ya es decir. En medio de tanta tragedia y despropósito se cuelan algunas cifras estadísticas que desaniman a cualquiera. ¿Cuántos asesinatos tienen una sentencia firme? Hace un par de años decían que sólo un uno por ciento. No es un dato benevolente como para ganarse la confianza del pueblo.
La segunda falencia que queda al aire es el hecho repudiable de tomarse la justicia por la propia mano. El tema viene de muy atrás y se extiende como la peste. Basta leer los carteles impresos en las paredes de nuestros barrios: “Ladrón pillado será quemado”. Y así ocurría ante los ojos ávidos de venganza (¿o era justicia?) de un pueblo indignado y enardecido, cuando se colocaba una llanta ardiendo al cuello del presunto y definitivo culpable. Para cuando se descubría su inocencia ya era demasiado tarde.
Recuerdo las lágrimas de Monseñor Luna Tobar que mantuvo cerrada la iglesia de algún pueblo hasta que la comunidad hiciera penitencia y tomara conciencia del mal hecho. Mala cosa que se haga justicia en medio de la turbación y del desenfreno. El hilo de la venganza es demasiado fino, especialmente cuando las masas pierden la cabeza y no falta quien eche gasolina al fuego.
Y la tercera falencia es esa subcultura, arcaica y violenta, en la que estamos metidos hasta el cuello. Todo vale con tal de satisfacer los instintos, los intereses o los deseos. Todo se disculpa y se justifica ante la intención de querer hacer justicia, aunque el resultado sea un miserable homicidio. Y todo por una no menos miserable estafa de doscientos dólares malditos.
Toca rezar por las víctimas y por los victimarios, pues escaso consuelo es saber quién tiró la primera piedra.