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En 1840 Alexis de Tocqueville hacía un diagnóstico nada halagüeño sobre las nacientes repúblicas hispanoamericanas. El “estado natural” de estas sociedades, decía, es la agitación constante, la “revolución renaciente”; en ellas, la tolerancia, el respeto a la ley y la democracia parecen ser utopías difíciles de alcanzar. Y añade: “Me veo tentado a creer que (para estos pueblos) el despotismo sería un beneficio”. Esta era la opinión de un europeo culto sobre nosotros hace casi dos siglos. Frente a un juicio como este, bien cabe la pregunta: ¿cuán cerca o distante estamos hoy de este diagnóstico?
Vengamos a lo que ocurre hoy. Insólito ha sido para los ecuatorianos el grotesco espectáculo que ofrecen los protagonistas de nuestra vida política.
La “revolución ciudadana”: antología de corrupción y desafuero. Correa: “il capo de tutti i capi”. Y si esto sucede en las alturas del poder, tarima desde la cual hasta hace poco, se hacía befa de la honra ajena, nada extraño es, entonces, el hecho de que nuestra cotidianidad se desenvuelva en medio de una paradoja continuada.
Una de nuestras innatas capacidades es el improvisar, uno de los defectos: la inconstancia, la alegre irresponsabilidad. Improvisa el gobernante y el legislador indocto, improvisa el maestro y el burócrata que ocupan el cargo sin mérito alguno. Vivimos para el instante que viene, no para el futuro que sobreviene. Imaginativos, nos favorece cierta habilidad de reaccionar ante lo inesperado. Superado el sobresalto, vegetamos en el olvido. El jolgorio pronto sustituye a la tristeza. Libertad para nosotros es esa capacidad de inventar, es indisciplina, extravío de la norma. Por boca del leguleyo habla el vulgo: “Hecha la norma, hecha la trampa”.
La tendencia a la indisciplina y al desbarajuste ha pasado a ser un hábito de la diaria rutina. Una vez marcado el camino escapamos por el atajo. Dispuestos a salvar escollos, buscamos abrir vías de escape, salir adelante aunque, para ello, sea necesario hacer malabares, seducir con ilusionismo, saltar sobre la ley o hacer gala de aquella mezcla de ingenio y mala fe que se conoce como “viveza criolla”. Y todo alegremente, todo con la sal del buen humor. Inventamos mecanismos de supervivencia, encontramos salidas.
Es probable que bordee la hipérbole, pero el panorama que estamos acostumbrados a ver no da para otra cosa. A quienes así opinan les recuerdo que los escritores actuamos, por lo general, de manera opuesta a los demagogos. Si la actitud de estos es adular, mantener viva la superstición patriotera, la del escritor es procurar que la sociedad se mire en el espejo de su realidad. En su tiempo, Eugenio Espejo hizo lo propio e incomodó al poder. Si la verdad nos hace libres, el conocimiento de nuestra realidad es la verdad a la que debemos aspirar.