Hace muchos años, mi esposa y yo visitamos en Cuenca al doctor Daniel Rubín de la Borbolla, aquel mexicano que convirtió a su país en un gran exportador de artesanías mediante su trabajo insuperable por “ponerlas en valor”, para decirlo con ese galicismo que ha sido generalizado por la Unesco.
Por entonces él brindaba alguna asesoría y nos ponderaba las maravillas que salían de las manos de los artesanos azuayos, casi todos siempre pobres, casi todos agobiados por el trabajo, casi todos entristecidos al ver que el esfuerzo de sus manos y sus ojos se vendía poco y mal. Y un día nos habló de cierto alfarero de Gualaceo que hacía prodigios con la arcilla, aunque nunca podía competir con la cerámica industrial cuyos productos le abrumaban por su cantidad y acabado.
Tanto nos habló del alfarero de Gualaceo, que un buen día resolvimos ir a conocerle. Su vivienda-taller estaba ubicada en un lugar bastante alejado de la plaza principal de Gualaceo y no fue fácil encontrarla, pero valió la pena el esfuerzo para hacerlo. Efectivamente, las piezas terminadas que pudimos ver entonces eran prodigiosas. En su engañosa simplicidad, la arcilla parecía palpitar aún con vida de honduras insondables. Irregular a veces, y a veces todavía ásperas después de la pintura, bajo la decoración hecha a mano alzada con figuras que siempre se repetían, pero no eran iguales, las piezas mostraban algo como un patrón llegado desde ancestros cañaris muy lejanos, pero a la vez novedoso, con novedad no copiada sino nacida de la viva imaginación del propio alfarero o de sus ayudantes, todos fieles a él, pero autónomos.
Fue tan positiva la impresión que recibimos, que en ese instante decidimos que queríamos tener en casa una vajilla completa salida de esas manos. Luego de haber precisado el número y la clase de piezas, los colores, los plazos y los precios, me pareció adecuado que hiciéramos un contrato y lo firmáramos. Cuando se lo dije, el alfarero alzó los ojos hacia mí, me miró con una mirada antigua, noble y penetrante, y me dijo: “Para qué ps, patrón, si ya está hablado”.
Tuve vergüenza. Vergüenza de mi occidental necesidad de ver la letra escrita para concederle algún valor. Entendí entonces que habíamos perdido ya la capacidad de dar a la palabra su sentido original: ese de ser creadora de vínculos irrompibles entre las personas, las acciones y las cosas. Y entendí por qué, en aquello que equivocadamente tomamos como “el país”-o sea, en el mundillo político y sus alrededores-, la palabra se había devaluado y auspiciaba las mayores inconsecuencias, como las sigue auspiciando, hasta el punto que hemos llegado a creer que palabra y mentira son una sola y misma cosa.
Entre nostálgico y alegre, hoy evoco aquel momento y me digo a mí mismo que esa es la fuerza moral a la que hoy debemos apelar para salir de todos los pantanos: esa que animó la convicción de las palabras y brilló en la mirada del viejo alfarero de Gualaceo.