El debate sobre la ampliación de la despenalización del aborto ha permitido dibujar, con claridad, lo lejos que estamos de ser una sociedad en la que nuestros asambleístas puedan debatir temas complejos sin recurrir a intuiciones desinformadas y a la negación del carácter laico del Estado.
En decisiones complejas que afectan a la sociedad se ponen en juego las nociones de lo justo y lo injusto, lo correcto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo. El asunto es determinar cómo se evalúan esos extremos, cuál es la medida para juzgar la justicia de una decisión. Sabemos que no es aceptable que unas pocas personas impongan sus creencias personales a toda la sociedad. Es indiscutible, las creencias sirven para organizar nuestra vida personal y familiar, pero en sociedades plurales no se puede usar al Estado para imponer respuestas absolutas provenientes de ámbitos que atañen a cada individuo, lo contrario nos lleva a un totalitarismo negador de la diversidad.
Los debates democráticos sobre lo que se considera las mejores opciones posibles para una vida en sociedad son debates de ideas, valores e intereses contrapuestos en los que se van seleccionando, en función de las circunstancias, los derechos y la información objetiva disponible, la prevalencia de unas opciones sobre otras, lo que implica un ambiente de libertad.
En la discusión de la despenalización del aborto estamos frente a un hecho objetivo, en nuestro país desde el año 1938 se contemplan varias formas de aborto no punibles, es decir no castigadas penalmente, que se mantuvieron, con cambios menores, en el Código Orgánico Integral Penal. Así, se puede interrumpir el embarazo sin penalizar el aborto en dos supuestos: cuando se lo practica para evitar un peligro para la vida o salud de la mujer, si este peligro no puede ser evitado por otros medios; y cuando el embarazo es consecuencia de una violación a una persona con una discapacidad intelectual.
En el primer supuesto se prioriza vida y salud de la mujer por sobre el interés de proteger la vida del que está por nacer, asumiendo que no existe una protección absoluta al interés vida, que cede frente a derechos. En el segundo supuesto, la justificación para no castigar penalmente el aborto voluntario tiene un doble sustento, uno de carácter eugenésico y el otro de carácter ético y jurídico. Se asume que el Estado no puede obligar, por medio de la amenaza del uso del derecho penal, a que una mujer víctima de un delito que vulnera gravemente sus derechos, complete un embarazo que afecta su vida, salud, autonomía, libertad e integridad. El Estado al obligar a llevar a término un embarazo, producto de una violación, somete a esas mujeres a una forma de tortura.
En el debate de estos días, algunos asambleístas olvidaron que algunas de sus ideas fueron superadas hace más de 80 años, lo peor para el país -y los derechos- es que se asignan la condición de defensores de la libertad. Un peligroso contrasentido.