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A riego de parecer pesimista, diré:
Lo que queda de los pueblos andinos, antes monumentos a la belleza del adobe y de la teja, son abigarrados bloques de cemento, en los que el mal gusto compite con la suciedad. Queda el asfalto que ha desterrado a la piedra. Algunas iglesias rurales sobreviven solitarias en medio de la “modernidad”, manchados por la desidia y los grafitos sus atrios y paredes. Quedan huellas de lo que un día fueron esas aldeas, antes de la invasión de las ventanas de vidrios azules y rosados.
Casi nada queda del bosque andino húmedo: árboles aislados testimonian que, alguna vez, las laderas estuvieron pobladas de vegetación, que las quebradas eran fuente de agua; que en esos eriales hubo algo más que desolación; que los veranos no eran esa turbulencia de vientos huracanados que eliminan la certeza de la lluvia; que el paisaje respondía a la fama merecida de país bello. Que los páramos eran humedales, tierra brava, reserva de la vida.
Queda poco de todo aquello. Queda la nostalgia en quienes conocimos el país y lo caminamos y conocimos palmo a palmo; queda la soledad de tantos pajonales quemados; queda el recuerdo de los caminos rurales que han desaparecido. Queda el malentendido terrible de que progreso y modernidad deben ser demolición y tierra arrasada. Queda la idea de que el tapial, el portón, la humildad del rancho de teja y cancagua son repudiables huellas que hay que borrar del paisaje, del recuerdo y la conciencia. Queda la fealdad de los cajones de cemento y de las varillas que arañan el cielo esperando la venturosa llegada del segundo piso. Queda el desorden y la espesa ausencia municipal. Queda la propaganda electoral, que mancha paredes, piedras y monumentos.
Un viaje a ciertas ciudades andinas es una experiencia deprimente. Las han convertido en mercados persas, abigarrados, multitudinarios. Rótulos gigantescos tapan lo poco que queda de las fachadas nobles de las casas coloniales –de las que sobreviven-. Edificios hay que son mala imitación de rascacielos gringos, y que ostentan ventanales y volutas que compiten en extravagancia y cursilería. Allí, la imaginación de sus propietarios ha creado esperpénticas imitaciones de columnas griegas y pirámides aztecas,implantadas en estructuras de vidrio y aluminio. Y ha convertido al amarillo patito el último grito de la moda urbana.
Quedan algunas cosas que se pueden salvar, siempre que municipios, constructores y ciudadanos entiendan que el paisaje es un valor y que hay la obligación de conservar la belleza del país que heredamos. Eso ocurrirá, además, si se admite que ni la desidia de los unos ni el dinero de los otros dan derecho a ejercer impunemente la vocación por el esperpento.