Ética y política

La distinción entre Ley y ética, la separación entre el pecado y el delito, la discriminación entre las facultades del Estado y los derechos de las personas, son frutos de la lucha en pro de las libertades. Que los curas y las autoridades no se metan en la conciencia y en la vida de los individuos fue una de las metas del Estado liberal que hoy se sataniza. Pero sin él no habría democracia, y los derechos humanos no serían realidad.

1.- La separación entre la ética y la política.- Que le ética pertenece al fuero interno de las personas y que los temas del poder no deban invadir los espacios de intimidad, ni puedan menoscabar las creencias, los valores y las ideas, es algo en lo cual todos estábamos de acuerdo. Sin embargo, si se examina con un mínimo de atención algunos de los contenidos de la Constitución, se puede colegir que la ética, los valores y los derechos individuales, son ahora tema esencial de la política y ocupación fundamental del poder, lo cual es grave y peligroso.

Del texto constitucional desapareció el concepto de “Estado de Derecho”, que era una garantía de limitación del poder. En su lugar, se incluyó la noción de Estado de “derechos y justicia”. Los “derechos” (en plural) que caracterizan al texto constitucional, son los derechos de las personas, los derechos subjetivos o poderes individuales. Lo errado es confundir y caracterizar al Estado, que es una noción política, a través de los derechos individuales que son patrimonio inalienable de las personas, cuando lo que sí hacía falta es una alusión explícita a la sujeción de la autoridad a la legalidad, que en eso consiste el Estado de Derecho, que los asambleístas borraron del texto constitucional.

Insisto para mejor comprensión: en el concepto de “Estado de derechos” hay un error de fondo, porque los derechos individuales no son característica del Estado; son atributos de las personas. En cambio, el “Estado de Derecho”, que se borró de la Constitución, es característica del poder político sometido en todos sus actos a la legalidad, pero, para el nuevo esquema constitucional, esa sujeción ya no es esencial. Son fundamentales ahora los actos de poder para fundar otra ética.

A ese “Estado de derechos” la Constitución le transforma en una curiosa especie de “juez de la moralidad”. El Estado, a través del sistema judicial, debería ser juez de la legalidad, nunca juez de la moralidad, pues esto implica meterse en el fuero interno de las personas y calificar sus valores y creencias. La Constitución, en el Art. 3 Nº 4, proclama que son deberes primordiales de la organización política, “garantizar la ética laica”. Nadie discute la necesidad de moralizar la administración, ya que el principal mal del Ecuador es la corrupción que invade la sociedad y la República, pero si merece reparo que el poder político, más allá de la legalidad, se transforme en “garante de la ética”. Semejantes tareas se impusieron los Estados totalitarios, que transformaron la misión de la moralización en penoso episodio de invasión del fuero interno de las personas, o en cacería de brujas y en excusa de represión.

2.- El fundamentalismo del “buen vivir”.-El texto constitucional abunda en la lógica del “buen vivir”, que es una cosmovisión impuesta, que nunca se debatió ni se explicó a la población. El “buen vivir” que se propone desde la unilateralidad del poder, no es lo mismo que el “bien común” El buen vivir es, en realidad, un ensayo de ideología desprendida del socialismo, que se reviste ahora de una suma confusa de conceptos provenientes de las culturas indígenas, de ecología y nacionalismo. Es la nueva moral que se trata de imponer a la sociedad, la razón de ser de la educación, el núcleo de la cultura y la tarea más alta del Estado.

No existe noción precisa de lo que significa el “buen vivir “. En lugar de formular tal explicación, se ha preferido que la gente “crea” que tal propuesta significa llegar a la felicidad por gestión y favor del Estado, lograr la perfección gracias al gran padre. Sin embargo, “el buen vivir” entraña una expresión peyorativa del capitalismo y del mercado. Es una suerte de ideología en nombre de la cual se quiere crear al “nuevo hombre”, en el viejo estilo del socialismo real y sus parientes, de catastrófica recordación.
El buen vivir se resume, a mi juicio, en la consigna de “vivir igual que el resto”, no competir, producir para el autoconsumo, vivir en austeridad monástica, renunciar a las ambiciones, a las iniciativas, y ajustar la vida personal a una existencia marcada por lo comunitario, lo local y pequeño. Ese es el trasfondo de impuestos confiscatorios, que satanizan la acumulación, fundamento de la libre empresa. Para el “buen vivir”, el mercado, el desarrollo económico, la competencia se convierten en “pecados políticos”. Predomina una especie de moralidad dependiente de la política, y de visión de clan feliz que se cierra al mundo.

Esa cosmovisión, que proviene, según se dice, de ciertas culturas indígenas, es respetable y corresponde a quienes la viven y admiran. Lo censurable y antidemocrático es que esa moral se establezca como obligación legal para todos, que determine la economía e imponga pautas a la sociedad que no cree en el “sumak kausay”. El error grave está en hacer de la Constitución un instrumento que contenga la imposición de una ética distinta, y de una jerarquía de valores que nunca se discutió ni se consultó.

Esta especie de catecismo político y social que es el “buen vivir” deberían practicarlo quienes estén convencidos de sus virtualidades, nadie se opone a ello. La ética es siempre un problema de libertad.

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