A simple vista, los triunfos electorales de Iván Duque, en Colombia, y de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), en México, no se parecen en nada. En la derecha el primero, y en la izquierda el segundo, indiscutiblemente están ubicados en las antípodas de la política; y sus discursos y propuestas son sustancialmente distintos. El primero ganó en una segunda vuelta, luego de una campaña más reñida de lo que se suponía. El segundo ganó con una amplia mayoría, que no habría hecho necesaria una segunda vuelta, si la ley mexicana previera este mecanismo.
Ahora bien, en los dos casos está presente un importante factor común que debe ser tomado en cuenta: el bajísimo nivel de aprobación de los gobiernos salientes y la profunda desconfianza del común de la gente en la política, los políticos y los partidos tradicionales, causantes de los problemas que sufren los países y evidentemente incapaces de solucionarlos. En tal alternativa, posiblemente lo menos importante es votar por un candidato de derecha o de izquierda; lo más importante es votar por un candidato que sea muy diferente al gobernante de turno, como una suerte de voto protesta. Admito que estas afirmaciones deben ser matizadas, empezando porque las posiciones ideológicas ya no aparecen tan extremas, como podría suponerse.
Pero los sucesos en Colombia y México no son sino los últimos episodios de lo que viene siendo una ya larga historia, que se ha escenificado en varios países de la región. La situación explica en buena parte los éxitos del socialismo del siglo XXI, fruto de frustraciones y nuevas ilusiones, que también se marchitan y provocan lo que se ha calificado como la “derechización” latinoamericana. Pero el fenómeno también se percibe en Europa, pues los partidos políticos tradicionales se ven apremiados, y en algunos casos superados, por nuevos movimientos, casi todos populistas y extremistas, de derecha y de izquierda. Italia, España, Austria, Hungría, Grecia viven esta experiencia; y hasta Alemania y Gran Bretaña, pese a la solidez de sus instituciones y de sus formaciones políticas, no son ajenos a tales amenazas.
La cuestión nos lleva a preguntarnos qué ocurre con los partidos. Casi podríamos pensar que ningún partido político, en ninguna parte del mundo, tiene su futuro asegurado; que los partidos se van sustituyendo unos a otros; que prosperan cada vez más formaciones nuevas (como son los partidos de Duque y AMLO), muchas de ellas caudillistas, que vivirán mientras el caudillo ejerza el poder; que se parecen entre sí; que sus propuestas son cada vez más demagógicas, superficiales, endebles. Hasta podría suponerse, no sé si solamente en un escenario de ciencia y política ficción, que los partidos irán desapareciendo también uno tras otro, hasta llegar al vacío absoluto. O quedaría tan solo el partido único de las dictaduras: el paraíso.
Qué bueno quedarnos sin partidos, podría decir alguien. Pero, cuidado, no puede haber democracia sin partidos.