Estos días he releído ‘Elogio de la locura’, el delicioso y sabio libro de Erasmo de Rotterdam. La forma de locura a la que se refiere en su obra, según expresa en la erudita dedicatoria a Tomás Moro, es la necedad. Esa necedad que afirma que siempre le ha causado “gran placer” decir cuanto se le “viniera a la boca”. Esa necedad que tiene como la “cosa más natural” entonar “sus propias alabanzas” y darse “bombo a sí misma”.
Esa necedad que tiene la virtud de “distraer a los dioses y a los hombres. Si queréis una prueba de ello -expresa-, fijaos en que apenas me he presentado en medio de esta numerosa asamblea para dirigiros la palabra, en todos los rostros ha brillado de repente una alegría nueva y extraordinaria, habéis desarrugado al momento el entrecejo y habéis aplaudido con francas y alegres carcajadas…” Tiene razón. También nosotros, entre tanta necedad pomposa, farsa y fandango, nunca nos hemos divertido tanto. Ni hemos tolerado y callado tanto. Esta necedad goza de un culto universal. La naturaleza, “creadora del género humano”, pródiga y generosa, ha tomado todas las providencias “para que nunca faltase el aderezo de la necedad”. Está en todos: en los eruditos, en los poetas y los escritores, en los filósofos y los jurisconsultos, en los sacerdotes y los teólogos, en los reyes y los gobernantes, en los cortesanos, en los músicos y los comediantes. “Este, más feo que un mico, se tiene por más hermoso que Nireo; el otro, en cuanto sabe trazar tres líneas con el compás, se juzga un Euclides; y aquel otro, que es como un asno delante de la lira, y cuya voz es tan chillona como la del gallo cuando anda detrás de la gallina, se cree un nuevo Hermógenes”. “El más ignorante es el que posee mayor presunción, mayor jactancia y más elevado concepto de sí mismo; y con todo encuentran imbéciles de su calaña que los admiren, porque cuanto más tontos son, más admiradores hallan…”
La necedad desdeña a la sabiduría. El sabio es un “hombre que ha gastado su infancia y su juventud en aprender diversas disciplinas” y que “ha perdido lo mejor de su vida en constantes vigilias, cuidados y fatigas”. Es “siempre sobrio, pobre, triste, severo, áspero y duro para sí mismo…” “Es del todo inhábil para las cosas ordinarias y discrepa enteramente de las opiniones y de las costumbres del vulgo…” Está muy lejos de la vitalidad, la alegría y el desenfado irresponsable de los necios. El éxito no le pertenece. En esta obra clásica escrita en 1509, que es no obstante sorprendentemente actual, la necedad afirma que sin ella “no habría sociedad posible” y que el pueblo “no soportaría largo tiempo a su príncipe”. El máximo prototipo del necio es el político, que “halaga al pueblo para obtener sus votos, comprar con prodigalidades sus favores, andar a caza de los aplausos de los tontos, complacerse con las aclamaciones” y ser “llevado en triunfo como una bandera…”