El tiempo vuela, huye, se escapa, se esfuma. A la frase latina, inspirada en un poema del poeta romano Virgilio, se suelen agregar tres ejemplos comparativos: el tiempo vuela como las nubes, como las naves, como una sombra. ¿Poesía? ¿Filosofía?
No pretendo ahora, por supuesto, incursionar en temas literarios o filosóficos. En lo literario, me remito solamente a las coplas de Jorge Manrique; y, en lo filosófico, a Heráclito y su afirmación de que nadie se baña dos veces en el mismo río.
Mi pretensión es más modesta y se limita a señalar mi percepción del tiempo durante estos dieciséis meses de pandemia, confinamiento, restricciones y miedo. Ha sido, en verdad, un tiempo fugitivo, inasible, que se ha escurrido de las manos. Y sospecho que, igual que yo, así lo habrán sentido millones de personas en el mundo entero.
En el escenario de la pandemia, mis sensaciones han sido extremas. Por una parte, los días, las semanas y los meses se deslizaban con tanta rapidez, que cualquier plazo se vencía raudamente, que cualquier acontecimiento o celebración eran reemplazados de inmediato por otros episodios o incidentes, que los sucesos cotidianos transcurrían en forma vertiginosa y arrolladora.
Pero, paradójicamente, al mismo tiempo, he tenido la sensación de que el tiempo se había congelado, que todos los días eran prácticamente iguales, sin nada que modificara la rutina que se había implantado; que solo iban cayendo las hojas del calendario, una tras otra; que las semanas y los meses se sucedían sin que, al parecer, nada nuevo interrumpiera la monótona marcha del tiempo, sin que nada se alterara en el horizonte del día siguiente.
Y así parece ser hasta ahora. En efecto, nada ha cambiado en lo esencial: la pandemia sigue amenazando con nuevas cepas surgidas en cualquier parte, el aislamiento y las precauciones deben continuar, sin que se vislumbre un final de esta lúgubre historia.
Por supuesto, que, al otro lado del confinamiento, sí suceden muchas cosas. Nos enteramos del fallecimiento de personas allegadas, conocidas, que han caído víctimas del virus, sin que podamos siquiera dar un abrazo o estrechar una mano. No tenemos más remedio que seguir el curso de los acontecimientos políticos; y hasta hemos ido dos veces a votar. Sí, ha renacido la esperanza, pero siguen descubriéndose escándalos de corrupción, escuchándose pronunciamientos inadmisibles para momentos de crisis, y por ahí asoman aquellos liderzuelos que parecen vivir en un mundo construido para su uso exclusivo.
Menos mal, digo yo, que, a pesar de la pandemia, todavía hay fútbol. Tal vez se me puede calificar como iluso o banal, o con otras palabras menos delicadas; pero debo confesar que, mirando en la pantalla de la televisión el partido entre España y Croacia, me entusiasmé de tal manera que me olvidé de la pandemia y hasta de los políticos corruptos.