Me faltan palabras para expresar el dolor que sentimos por la partida de Tadashi Maeda (1972-2021) y su disposición maravillosa con la música; el violín que cargó al hombro siempre, sin importar dónde y cuándo, sin banderas. Lo conocí en Cuenca, colegas en la Facultad de Artes de la Universidad de Cuenca. Un virtuosismo acompañado de una humildad sin límites hizo de este colega de George Faber y alumno en Suecia del famoso violinista judío-polaco Henryk Kowalski, no solo un concertista de primer orden sino un maestro de jóvenes a los cuales dedicó buena parte de sus esfuerzos. Poco tiempo antes de morir seguía dictando clases online para la Universidad de Sao Paulo.
Fue director musical de la Fundación Teatro Nacional Sucre desde 2009, invitado por otra gran música, Chía Patiño entonces directora ejecutiva de la institución, con quien se conoció en Bloomington, en la Universidad de Indiana. Ella, agotada por el sistema partió a la Universidad de Texas en Austin, él agotado por su enfermedad nos dejó con su música en los labios. Este encuentro de dos músicos de alma libre, curiosa y aventurera dio frutos extraordinarios y permitió que Maeda colaborara con grupos de jazz, clásica, nacional, pop o dj’s, sin distinción alguna y que potenciara lo que él creía a pie juntillas: la pentatonía del pasillo y de la música tradicional japonesa es la misma, decía. Y por ello, no dudó en celebrar los 90 años del gran músico ecuatoriano Gerardo Guevara, su último gran concierto. Por ello aceptaría ser el director musical del Centro Cultural Mama Cuchara, tras volver de Japón por segunda vez.
El violín es entender la vida y ser disciplinado -como lo era- ayuda a seguir indagando sobre ella. No importa qué acompañes o dónde salgas como solista. Su sentido del humor y sencillez le hacían detenerse en la Vicentina (Quito) para comer una tripa mishqui o pasar por alto los típicos gestos de racismo del ecuatoriano contra los orientales (chinos). Y seguía acompañando flautas, quenas, tollos y charangos en el Quinto Encuentro con la Comunidad que hiciera el Ensamble de la Orquesta de Instrumentos Andinos durante el duro mes de las artes del año pasado. En sus manos “El aguacate” sonaba como los dioses; así mismo, celestial, cuando tocó música clásica en dúo con el pianista estadounidense Nicholas Roth en el concierto Sueños en París, hace pocos meses.
Nos deja música, música y más música. Nos lega la imperiosa necesidad de pensar en los artistas, en su bienestar como productores de arte, de despertar a los políticos de sus comodidades y utilitarismo y concebir un fondo que permita que estos tengan una mensualidad para crear; que no se los saque a la calle para exhibirlos y maltratarlos. Que se fomente a la música como una política de Estado. ¡Gracias maestro, gracias!