Por un extraño atavismo, cuyos orígenes se pierden en la niebla de las más remotas supersticiones, los seres humanos solemos celebrar en grande la terminación de cada año, que a la medianoche se confunde con la bienvenida que damos al año que comienza. De una verdad objetiva e impersonal que se refiere a los movimientos astronómicos, la humanidad ha derivado misteriosos significados personales o sociales de esa vuelta sin término de la celebración ritual: por eso solemos decir “año nuevo, vida nueva”, como si el simple hecho de arrancar el viejo calendario para sustituirlo con el nuevo, tuviera algún efecto mágico sobre nuestra vida. Pero es suficiente que pasen treinta días para reconocer que no, que no hay cambios en la vida sin el concurso de nuestra voluntad, porque el tiempo, indiferente a nuestra minúscula existencia, sigue su paso inalterable.
Hoy, sin embargo, sucede algo distinto. Llegamos al final de un año terrible con la secreta (o declarada) convicción de que nada cambiará, porque los cambios, si llegan a ocurrir, serán más tarde, sin consultar el calendario. No serán, ciertamente, los que prometen los políticos, siempre muy sueltos de lengua. Serán quizá los que vienen encapsulados en el líquido milagroso que nos protegerá de la pandemia. No obstante, la gente hace lo de siempre, como si no hubiera pandemia ni desastres. Si hace nueve meses nos sentíamos sobrecogidos al conocer el progresivo aumento de contagios, y enmudecíamos de pavor al ver en las pantallas los muertos que quedaban en la calle, ahora hemos llegado a la indiferencia cuando un presentador de televisión, elegantemente vestido, recita las cifras de contagios y de muertos. Son números solamente; detrás de ellos ya no hay ilusiones tronchadas ni afectos perdidos; es parte del ritual cotidiano y el aburrimiento ha venido a reemplazar a la sorpresa.
(Junto a un futbolín, en alguna tienda grande de barrio pobre, un chico pregunta a su amigo por los muertos: “¿Y en tu casa hay alguno?”, y el otro, concentrado en mover las barras, dice un simple “no”, sin emoción alguna. “¿Y si se muere alguien?” – insiste el primero, y la respuesta es simple: “Salado”. La muerte se ha convertido en algo tan banal como la vida.)
Entonces me pregunto si mañana, al comenzar el año, podremos saludar a una vida nueva. Muchos sentirán el fastidio de no haber bailado y bebido como hubieran deseado, y al oír los noticieros tendrán envidia de los que sí lo hicieron hasta que llegó la policía. Otros seguirán contemplando entre lágrimas los retratos de aquellos que se fueron. Otros, mirando por la ventana la calle solitaria del 1 de enero, recordarán los monigotes que en otro tiempo quemaron. Y los candidatos seguirán tomándonos el pelo con su bla, bla, bla consabido. O sea que la vida seguirá, inalterable, haciendo cada vez más vacías las sacramentales palabras, tan desgastadas ya por la muerte y la penuria: ¡feliz año!