La educación pública ha ingresado en una oscura crisis. Se ha incubado desde hace años, pero hoy, con la macabra pandemia, ha engordado a límites inmanejables. Una de las expresiones más anacrónicas es la falta de sintonía entre las decisiones del aparato ministerial (enorme, pesado, lejano, ajeno) y la vida de escuelas y colegios, su cotidiano y sus prioridades, sus nudos críticos, sus iniciativas.
El modelo de gestión podría caracterizarse como centralista, vertical y supervisor. Centralista porque todo está diseñado desde equipos técnicos y asesores en Quito (urbano, serrano, mestizo). Vertical porque prima la unidireccionalidad sin interlocuciones. Y supervisor por los múltiples controles: informes, matrices, evidencias. Modelo que asfixia y ha perdido su corazón democrático.
Las instancias locales (zonas, distritos) son más bien correas de transmisión y vigilantes administrativos. La asesoría pedagógica esperada resultó una ingenuidad. Han sido tragados por la tramitología. Con un agravante: sus titulares no ingresan por concurso; la mayoría proceden de recomendaciones.
Los centros educativos sobreviven en tensión permanente. De una lado las presiones del Ministerio y de otro las necesidades de los actores directos. Acatan pero cumplen al mínimo (que evite sanciones) la avalancha de instructivos. No pueden escapar al juego burocrático y reproducen esquemas poco democráticos. En el medio, docentes, exprimidos y vigilados, silenciosos e inconformes.
Este modelo está agotado. Amerita un quiebre estructural, de relaciones de poder. Desplazar del centro al aparato ministerial y reemplazarlo por las instituciones educativas. Son ellas la unidad y alma del sistema. El escenario donde suceden o no los cambios. Ellas deben vivir la vida de los actores o sucumben al alud burocrático. Un alto grado de autonomía para ellas es hoy un imperativo.
La mayor autonomía no esfuma el papel del Ministerio; altera profundamente sus roles. Desde el patrono que decide y evalúa hacia el acompañante que crea condiciones, apoya, asesora, enlaza, cuida. Un impulsor de las identidades particulares y sus afanes de cambio pedagógico y administrativo. La autonomía sin este soporte tampoco se sostiene.
Otros sujetos llamados a alterar sus roles son los actores locales: (GADs, instancias de otros ministerios, organizaciones, empresas) desplazados en la década pasada. Su conocimiento del territorio, sus alianzas, los recursos que canalizan, les confiere una posición expectante… Todo un capítulo aparte.
La autonomía responsable y con sentido es una medida audaz pero necesaria. Persistir en el modelo tradicional es un contrasentido. Es hora de ensayar caminos no transitados. Con un diagnóstico descarnado, un plan visionario y un actor social de cambio… los docentes.