Cae la tarde. Me siento cercada. Lo estoy, lo estamos: la mascarilla, el distanciamiento, la enfermedad, la huida. El miedo. No querer ser contagiado ni contagiar. Fugar, con cuanto esta palabra tiene de escape, de humo. Cuando apenas faltan tres semanas para las votaciones que decidirán nuestro futuro, queremos huir de lo crucial de esta circunstancia que se presenta siniestra a nuestros ojos, y que quizá nos acarree daños irreparables. Sin embargo, quiero pensar que, aunque cabe un resultado funesto, también existe la posibilidad opuesta: la de que el nuevo gobernante termine ennobleciendo nuestra democracia. De muchos candidatos que no merecen, ni de lejos, estar donde están, sabemos de dónde y para qué salieron. Y si todos, por momentos, yerran, lo cual es humano, conocemos a los pocos de los cuales afirmar que son personas de buena voluntad. Pero aunque no basta, sigámoslos, no por lo que dicen urgidos por la necesidad de ‘mostrar’, sino por sus silencios.
Entre las dieciséis candidaturas, hay candidaturas-basura, como comida-basura y consumo-basura. Quizá muchos candidatos no sean malos sino insustanciales y triviales: erigieron la banalidad como pasaporte hacia el poder. Algunos de entre ellos acertaron antes en difíciles batallas, pero en este combate solo perderán. Otro, halagado por Correa, ese monstruo moral, alcanza apenas a que le ‘den diciendo’. Otro más, se confiesa ‘escopolaminado’, y parece estarlo, no circunstancialmente, sino de nación, como dice nuestro pueblo. ¿Estamos, como pueblo, en un abismo, pendientes de una rama de la cual, si nos soltamos, caemos, y si no la soltamos, también?
Leo por primera vez detalles sobre un Laboratorio catalán de Aplicaciones Bioacústicas y me maravilla la trascendencia del trabajo de sus científicos, que consiste en oír más allá de lo normalmente audible, es decir, en oír el silencio. ‘Oír’ por ejemplo, el paso de un jaguar, que ‘produce un espacio de silencio’. ‘La proximidad de la lluvia que cambia el paisaje sonoro’. Todos hemos sentido cómo el siseo de la lluvia contribuye a nuestra calma interior, y, más allá de la tan humana afición a la música, nos damos cuenta de la maravilla acústica que resulta del silencio en nuestro universo. En alguna ciudad olvidada vivimos la experiencia de haber entrado a un espacio de ‘silencio total’, inmensa sala insonorizada vacía, triste, sin poesía, y hoy veo en El País una maravillosa fotografía, con el profundo cielo azul al fondo de la cueva Isabella, en los Dolomitas italianos llamados ‘las montañas rosas’, donde los miembros de ese Laboratorio aseguran haber grabado por primera vez el silencio absoluto que evocan ‘como una experiencia mística’: “tumbarse en el suelo de la gruta, en la oscuridad y sin sonido alguno, y perder por completo la noción del espacio y del tiempo”.
Repitamos, pidiendo suerte, la coplita con la que empezábamos los juegos infantiles: “De Tin Marín de Do Pingüé, cúcara mácara títere fue… Repetir, o callar.