Experiencia singular debe ser el toparse con un encantador de serpientes. Gracias a la mágica melodía que brota de una flauta, ese hombre hipnotiza a una cobra que se yergue del fondo de un canasto. Encantar no es solo someter algo con prodigiosos poderes; también es entretener con razones aparentes y engañosas. Y así como hay seductores de fieras existen también los seductores de multitudes. Hay oradores que refrendan con su vida lo que predican. Y hay otros, los charlatanes de feria, los que meten gato por liebre, los políticos que seducen a la masa con demagogia mentirosa.
Entre los personajes creados por Thomas Mann está “il cavalieri Cipola”, aquel verborreico mago que tenía la habilidad de hipnotizar a las personas al punto de acanallarlas en público despojándolas de su autonomía moral. El espectáculo transcurría entre aplausos y suspensos hasta que uno de los ofendidos recuperó su dignidad y lo mató. La anécdota es una imagen de lo que entonces ocurría en Europa: el adormecimiento de las masas ante el avance del fascismo.
Multitud no es igual que pueblo. Si nos referimos a ese ente ideal en cuyo nombre los políticos dicen gobernar, el pueblo es una abstracción. Al contrario, la masa es algo tangible. Es esa concentración grande de personas que reunidas en un lugar se expresan. La masa humana es manipulable, vibra y se mueve por impulsos ciegos; es el ámbito del demagogo, aquel que con el uso de la palabra la encandila y aborrega ofertándole paraísos inalcanzables. El político honesto dice “mi arma es la verdad”. El demagogo es aquel que dice: en el amor y en la política todo vale. Y eso es degradación de la ética.
En un gobierno de demagogos siempre gravitará la tentación de la dictadura. Para mantenerse en el poder deberán forzar la ley. Y son los demagogos y tiranos los que han marcado la historia del último siglo: desde Hitler y Stalin hasta Mao, los Castro, Chávez y Kim Jong-un. Comunismo, nazismo, fascismo, socialismo siglo XXI.
Los tiranos imaginan el poder como un gran espectáculo: desfiles, despliegue de banderas, himnos, símbolos; parafernalia concebida para apabullar e intimidar a propios y extraños. Con el fin de revivir utopías quebradas los tiranos no se quedan a la zaga de las fulgurantes estrellas del rock. Sus aburridas homilías las convierten en circo: grandes pantallas agigantan su rostro, luces y altoparlantes exaltan su voz y su figura. El orador apabulla al espectador. En el escenario, payasos, juglares y cuenteros hacen lo suyo, divierten. El tirano sonríe a ratos y a ratos ruge. La TV lleva el orwelliano mensaje a la intimidad de los hogares. Nadie escapa a la sugestión de este encantador de masas. Abobamiento consumado. Todos deben pensar igual. En tiempos de aborregamiento general, afirmar la individualidad es acto subversivo.