Admiraba de él, su firmeza en la defensa y en la práctica de los principios. La honestidad, la disciplina, el trabajo, el respeto y la justicia. “Hijo, lo más importante de una persona es la honradez… caminar por la calle con la frente en alto, y que nadie te trate de ladrón”, “Un apellido limpio y la educación es la mejor herencia que te puedo dejar”, decía siempre. Así también, repetía, a los hijos y a los nietos: “todo lo que tengo es hecho con el sudor de la frente”… “No hagas a otro, lo que no quieres que te hagan a ti”… “hay que ser siempre justos, más aún con los que menos tienen”… “Los pobres no necesitan dádivas, necesitan trabajo…”. Así vivió, así murió Ángel, mi padre. Así vive en sus descendientes.
¿Esa forma de ser de Ángel fue excepcional? No. Él fue expresión de su generación. Muchos, cientos o miles, con mayor o menor intensidad, compartieron esas convicciones. Fue una generación junto a otras, que recibieron una férrea formación en valores en sus familias y en sus escuelas. Mi padre recordaba con frecuencia las enseñanzas de su padre, de su madre y de su profesor más querido y respetado, el maestro Pedro Lara, allá por los años 1930.
Familia y escuela operaron en alianza gestando generaciones de hombres y mujeres férreamente formados para construir una sociedad y un país que debía basarse en la honradez, la libertad y la justicia, entre otros principios que tanto la Iglesia y el Estado, con sus escuelas, querían construir. Desde 1920 hasta 1960, la educación tuvo el pleno liderazgo de los maestros y maestras graduados en los colegios normales fundados por Alfaro a inicios de los años 1900. En este entorno cultural, la corrupción siempre presente, tuvo poco espacio para desarrollarse.
La formación en valores para la vida tuvo auge hasta más allá de la mitad del siglo XX a través de las materias de historia y cívica. Paulatinamente decae bajo nuevos modelos educativos y prioridades de las élites, del estado y del mercado.
Desde los 90 otros paradigmas ingresan en la formación de la gente. Los Normales habían desaparecido, la historia se desdibuja en los currículos. Los medios y el cine compiten con la escuela. Triunfa el individualismo extremo. Dirigentes amorales seducen a las masas. Bandas delincuenciales captan los partidos e infiltran el Estado.
La política se convierte en la gran escuela del delito. Fuertes y carismáticos dirigentes populistas y mesiánicos, con su presencia, naturalizan la corrupción. La gran masa los respalda y elige: “que roben nomas, mientras hagan obra”. La viveza criolla y la pillería se legitiman en la cultura.
El país no debe ahogarse en pus. Para salir tiene que recuperar su reserva moral, el ejemplo y vitalidad de sus abuelos, recuperar la memoria y la educación. Se requiere multiplicar liderazgos que pongan en vigencia las enseñanzas del normalismo: honradez, libertad y justicia.