En una suerte de antología de la corrupción, la pandemia nos ha vuelto testigos de los más escandalosos y vergonzosos casos de atraco de los fondos públicos en el ámbito sanitario, alimenticio y más, sectores donde se han develado las más ruines apetencias, sin escrúpulo alguno, sin el más elemental y mínimo respeto a la tragedia nacional y sus afectados: enfermos, familias y pueblo en general.
¿Sabrán los ladrones que mientras ellos llenan sus bolsillos y “disfrutan” lo conseguido dolosamente, varias personas mueren en los hospitales por falta de insumos que debieron ser comprados con los recursos robados?, ¿qué les han quitado el pan de la boca a niños, ancianos y familias enteras?, ¿qué han dejado en la orfandad y pobreza a cientos de personas débiles e indefensas? ¿Sabrán estos delincuentes, al menos, que un acto de violación de los mandamientos divinos, si son creyentes o de los derechos humanos esenciales, si no lo son, constituye pecado de muerte?
Si el 2020 nos trajo la mortal pandemia del covid – 19, hoy nos enfrentamos a otra mucho más dura y funesta, la pandemia de la corrupción, lamentablemente enquistada en muchas de las instancias del convivir diario, minando el ámbito público y privado a un ritmo tan acelerado que provoca miedo, mientras la justicia camina lento y la impunidad campea, desbordando impotencia en el pueblo digno.
Las consecuencias resultan iguales o peor de letales que la derivadas del propio coronavirus.
Sabemos la grave afectación de la pandemia en el mundo, qué decir de nuestro país, donde se devela una crisis económica y social aguda y urge el esfuerzo mancomunado de todos los agentes económicos: Estado, empresas y personas, sin embargo, los corruptos irrumpen y desvalijan los escasos fondos públicos que corresponden a los impuestos que paga la gente honesta, a los ingresos por la venta de petróleo, propiedad de la nación, ante el asombro de la población decente que pide a gritos justicia, que no la ve llegar y más bien observa asombrada el cinismo de los delincuentes justificando lo injustificable, en contubernio con pares también corruptos infiltrados en la administración de justicia, escondidos en curules y sillas de poder público de quienes usufructúan la política como sistema de vida, desafiando la autoridad, controles y espacios probos que aún quedan, en claro ultraje a la moral y ética pública que en el Ecuador se ha convertido en utopía.
La globalización puramente económica, el sesgado discurso de desarrollo, el relativismo en la educación que lo tolera todo, son factores que nos han conducido a este mal ya endémico en nuestra patria. La construcción de un mundo nuevo es responsabilidad de todos, resurgir el respeto a la vida, a la equidad, a la moral, y demás valores esenciales del ser humano es un imperativo al que no debemos renunciar las personas de bien y que el infierno espere por los ladrones de la economía, la dignidad y la vida.