Nuestro país puede ser descrito por su selectiva aplicación de las normas jurídicas. Esto no depende de quién ejerce el poder, de su orientación política o de si es un régimen democrático, uno autocrático o una dictadura. El mirar para otro lado, crear excepciones, interpretar las reglas de forma extraña o simplemente inaplicar una disposición, es parte de nuestra cotidianidad; incluso puede afirmarse que esa es una marca de nuestra sociedad, una suerte de ethos, parte del carácter de los ecuatorianos; es tan arraigada esa noción que incluso jueces constitucionales argumentan contra la lex dura lex y abren la puerta para acomodar el derecho a sus preferencias; claro, todo en nombre de los principios que dicen defender. No me mal entiendan, no afirmo que normas contrarias a la Constitución o a instrumentos de derechos humanos se apliquen porque están vigentes formalmente. Para estos casos existen dispositivos normativos claros -una norma inferior que no respeta el contenido de una superior no es válida-, me refiero a los casos en los que se dejan de aplicar disposiciones por conveniencia o corrupción. Ya sabemos, la retórica puede adornar hasta las acciones más absurdas, sin importar el daño que cause.
Al cumplirse un año de las manifestaciones de octubre la aplicación selectiva del derecho se puede verificar con consecuencias graves. En el 2019, miles de personas salieron a las calles a expresar su descontento con unas medidas económicas que estimaban inaceptables; equivocadas o no, ejercían un derecho porque la protesta es una forma de ejercicio de la libertad de expresión, una práctica democrática protegida. En este contexto unos cuantos, pocos en relación con el total de quienes se manifestaron, realizaron actos vandálicos y superaron los límites de esa protesta legítima. El Estado tenía, tiene, la obligación de investigar e identificar a quienes vulneraron reglas claras y cometieron delitos en ese contexto. De forma paralela miles de policías y militares cumplieron, dentro de los límites del derecho, con su obligación de controlar el orden público, pero es indudable que se dieron abusos que no son atribuibles al conjunto de esos agentes. El Estado tenía la obligación de investigar cada denuncia de violación a derechos, identificar, juzgar y sancionar a los responsables.
No actuar con las reglas que imponen esas obligaciones (investigar, juzgar y sancionar a los abusivos) sin importar del lado que se encuentren, provoca esta sensación de impunidad y distorsiona lo sucedido. No todo lo que pasó esos días puede considerarse legítima forma de protesta, se cometieron delitos; tampoco es verdad que todas las fuerzas del orden actuaron dentro de la ley, hay quienes abusaron, causaron daño y las víctimas de esos abusos tampoco han sido protegidas, en este caso con un agravante: los autores fueron agentes estatales obligados a respetar y hacer respetar los derechos. Cuando se produzcan nuevos abusos, sin importar quien es responsable, nos lamentaremos -nuevamente- de la aplicación selectiva de las normas.