Cualquiera que sea el origen, la pandemia afecta gravemente a la cultura de occidente y a la economía, a los sistemas sanitarios y a las instituciones. Afecta a los bienes fundamentales de la salud y la vida. Y a la libertad. Es una guerra contra un ejército invisible, más ubicuo que el terrorismo.
Los Estados Unidos están acosados y sin líderes. Trump y los congresistas norteamericanos no son gente con vocación para la política de gran aliento. Tampoco en la Unión Europea se advierte una conducción a la altura del drama, salvo puntuales y escasas excepciones. En América Latina, la pandemia desnudó todas las debilidades, y nos presenta ahora, con brutal franqueza, el perfil certero y doloroso de sociedades indisciplinadas y estados fallidos, donde todo se agrava por la pobreza, pero también porque no funciona la ley, ni el principio de autoridad, ni la prudencia ni la democracia ni las instituciones. No hay un solo proyecto nacional, o algo que pueda llamarse así. La crisis ha confirmado la ausencia de elites conductoras, y la abundancia de ideologías de campanario y partido, de grupos de presión incapaces de un mínimo gesto de generosidad.
De la pandemia, quedará la tragedia humana, el dolor, el desempleo. Y quedarán sistemas jurídicos y económicos maltrechos, países empobrecidos, regímenes políticos inservibles, democracias electorales sin el camuflaje que sirvió para legitimar el poder en los buenos tiempos; quedarán legislaturas saturadas de discursos vacuos. Y quedarán candidatos vociferantes. Quedará una sociedad civil abrumada por sus lutos y recuerdos, herida, cercada por angustias, ahogada en miedos, marcada por la desconfianza hacia el otro, penetrada por intereses de caudillos de estaturas minúsculas.
Sufrirán la libertad y el derecho a la intimidad. El poder, en alianza con la tecnología, derrumbará los límites que sirven de amparo a las personas. Al ritmo del contagio, crece el control, ahora necesario para contener la plaga, pero luego ese control sofisticado será un mecanismo perverso para el sometimiento. Esa es la otra herencia que nos dejará la dictadura totalitaria de la China. Y será herencia perdurable, a menos que Occidente logre renacer y rescatar la libertad, la responsabilidad y la solidaridad como fundamentos de la reconstrucción.
Lo que está en juego son las vidas humanas y la salud. Está en juego la cultura de Occidente, las ideas sustanciales sobre las que se construyó la sociedad, las libertades, el Estado de Derecho. Está en juego un sistema de vida.
Ante semejante reto, no hay un discurso que corresponda a la dimensión del drama. Hay medidas sueltas, proyectos que se ahogan en una legislatura sin representatividad. No hay una explicación sistemática de los sacrificios y las esperanzas.