Quizá como resultado de los abusos sufridos durante el período colonial, la desconfianza y el recelo han sido sentimientos de mucho arraigo entre nosotros. No solo en la esfera pública, sino también en la privada, la desconfianza empaña toda suerte de relaciones, bien sean laborales, familiares, comerciales, o cualesquiera otras: cada cual mira a los demás pensando siempre que entre ellos hay un posible defraudador; cada cual se pone en guardia, busca asegurarse de mil modos, se viste de una armadura imaginaria formada por alarmas, seguros, guardias, vigilantes, cercas, y no sé cuántos otros artilugios; y al hablar de los principios que rigen nuestra vida, el primero es la consagración absoluta del recelo: “piensa mal y acertarás”.
Se dirá, desde luego, que a eso nos ha obligado la desorbitada delincuencia que en nuestros días parece estar ganando la guerra contra la Policía (es decir, contra el Estado); pero lo mismo se pensaba y se hacía cuando no había delincuencia. Si el tendero desconfiaba de quienes entraban a su tienda, porque le podían robar su mercancía, la novia desconfiaba de su pareja porque le podía ser infiel, el maestro desconfiaba de sus alumnos porque podían hacer trampa en el examen y el Estado desconfiaba de los ciudadanos que podían escamotearle los impuestos. Porque es evidente la desconfianza que reina en el Estado: de la desconfianza nacieron los organismos de control y los que están llamados a controlar a los controladores. Se dictan leyes, se sobreponen entidades, se arma un tinglado que parece estar envuelto en telarañas, y todos los funcionarios se miran con recelo: no solo se ven unos a otros como posibles atracadores del erario, sino como probables enemigos.
A todas esas desconfianzas, que son nuestras viejas, muy viejas compañeras, se ha agregado ahora el temor a los contagios, contra los cuales no tenemos armas ni seguros. Tenemos miedo de salir a la calle, de acercarnos a la gente, de tocar el pasamanos, de recibir el paquete que ha enviado el hijo ausente. Y sin embargo, ha sido esta desconfianza la más fácil de vencer: como creyendo que, al fin de cuentas, ya no tienen nada que perder, las gentes se han lanzado a las calles para hacer su trabajo, y lo han hecho con la resignación que solo puede haber ante lo que es definitivamente inevitable.
Me pregunto entonces cómo es posible mantener la democracia en una sociedad que está atravesada por tanto recelo y desconfianza. Perplejo y deprimido, se lo pregunto a Ximena, y ella, siempre tan incisiva, me responde: “¿Y quién le ha dicho que vivimos en una democracia? Nadie puede mantener lo que no tiene.” Y no le falta razón. Envolvernos de cuando en cuando en la alocada comedia electoral no es suficiente. Y peor si tenemos que sortear a cada paso las trabas que nos pone el sofocante y enredado laberinto de las leyes. De esas mismas leyes nacidas de nuestra sempiterna desconfianza y del recelo.