La pandemia de coronavirus nos ha mostrado lo peor y lo mejor de nosotros mismos. Lo peor, repetir escenas de la Edad Media, cuando los sobrevivientes asustados abandonaban los cadáveres. Sepultar a los muertos, respetarlos, indica el grado de civilización; todavía tenemos, para vergüenza de la humanidad, barbarie en el trato a los muertos. En las guerras, en las dictaduras, en las mafias, persiste la barbarie.
El coronavirus nos ha obligado nuevamente a ver el maltrato y el abandono de cadáveres, lo mismo en Guayaquil que en Nueva York; más por ineficiencia que por crueldad, cierto; ofreciendo escenas que nos perseguirán por mucho tiempo para avergonzarnos. En todas partes hubo seres que murieron solos, familiares que no pudieron despedirlos, ancianos conviviendo con los muertos en los asilos. Lo nuestro fue peor: enfermos sin asistencia, familiares impotentes, sometidos a la tortura de agonías dolorosas, cadáveres desaparecidos, en descomposición y hasta la entrega de cenizas de muertos equivocados.
Nadie ha podido siquiera contar los muertos. Los países más desarrollados que creían tener sistemas sanitarios suficientes, con recolección de datos en línea, con burocracias eficientes; lo mismo que los países más pobres, todos tuvieron un excedente de mortalidad en comparación con los datos de años anteriores y no contabilizados como víctimas de coronavirus. Simplemente nadie pudo hacer el test a todas las víctimas. Esos muertos van desde el 7% como en Bélgica hasta el 95% como en Yakarta, según “The Economist”.
La pandemia ha mostrado también lo mejor de nosotros mismos. Ha mostrado la solidaridad de los que se saben no sujetos aislados sino miembros de una comunidad y parte de la especie humana puesta a prueba. Hemos visto y agradecido el trabajo del personal médico, militares, policías, bomberos que han realizado las tareas más difíciles poniendo en riesgo su propia vida. Organizaciones religiosas y de beneficencia han asistido a los abandonados y los pobres. El mundo ha podido seguir alimentándose gracias al trabajo de los campesinos. Hasta los más ricos y privilegiados de este mundo han hecho contribuciones para buscar medicinas o la vacuna.
La penuria de los familiares en las puertas de los hospitales pidiendo información, contrasta con la suerte que he tenido con un familiar asilado en un hospital de Los Ángeles porque he podido verle y hablar con él todos los días con videollamadas, aunque está en cuidados intensivos. En los peores días, cuando no podía hablar, al menos podía verle y darle consuelo y fortaleza. Así es más llevadera, si cabe, esta enfermedad tan cruel con algunos, tan benigna con otros. Estar en contacto con el enfermo, sus médicos y enfermeras, es posible con la tecnología actual, parte de la compasión y comprensión que muestra lo mejor de nosotros en tiempos de penuria.