Sobre sus virtudes, capacidades para superar adversidades y la ternura infinita para sus hijos por quienes pueden sacrificar su propia vida, hay consenso: Toda madre de cualquiera posición, raza o lugar del mundo es igual en esas virtudes. Especialmente cuando su hogar es económicamente pobre y hay que luchar por el pan de cada día.
He aquí una semblanza: Nacida en parroquia rural; crecida en labores agrícolas, un intelectual de Quito, quien fue a Chimborazo para trabajar en un periódico, la conoció y trató. En pocas palabras, se produjo el matrimonio, que duró hasta la muerte del esposo.
Tuvo que dejar su modo de vida para trasladarse a Quito con su esposo. A los hijos había que educarlos. El último tenía apenas un año de edad; el primero estudiaba en la Universidad Central, financiado por el abuelo y un tío.
Ya en la capital, la pareja improvisó un negocio de abarrotes en San Roque y les fue bastante bien. El esposo consiguió un empleo burocrático y un malhadado día, un inesperado accidente cerebral vascular acabó con su vida. La esposa comenzó su era de viudez, con cuatro hijos por atender en su crecimiento y educación. ¿Con qué medios? Alguna vecina, también de hogar pobre, le informó que en la fábrica textil cercana vendían desechos de algodón. Pronto consiguió un cupo. Con peones y ella misma obtenía los restos útiles que se vendían a fabricantes de colchones que, en aquel entonces, tenían mercado.
Años más tarde, aprendió el comercio de joyas de oro percibiendo comisión. Al cabo, pudo con orgullo presentar a su única hija graduada como maestra de secundaria, quien fue a New York a donde emigró y tuvo éxito en el ejercicio de la profesión; y a los varones, dos doctores; uno, Odontólogo; otro, Veterinario. El más joven, Ingeniero en petróleos.
El primer hijo, ya Abogado, compró un terreno en Tumbaco. Los días viernes traía a la madre desde Quito y allí retomaba sus antiguas labores campesinas: sembraba, plantaba flores y satisfacía su antiguo espíritu. La edad la doblegó, su caminar lento e inseguro terminó con su muerte al cumplir 90 años. Sus restos reposan en una cripta; su alma, junto a Dios en su Paraíso celestial.
Casada por la ley y la Iglesia Católica, profesaba la convicción de que el matrimonio es una cruz que hay que llevarla hasta la muerte. Su finado marido no fue violento ni le ofendía físicamente.
Las jóvenes madres de la actualidad, liberadas del yugo del machismo gracias a estudios y trabajos independientes, con opción de divorciarse y abandonar al marido, actúan de igual manera: primero, sus hijos; siempre sus hijos, por encima de todo. La maternidad las transforma radicalmente.
La principal preocupación es la familia: satisfacer sus necesidades, mantener su salud, educarlos, sin perder el afecto por su cónyuge.