El título de este artículo no es una referencia a la situación que le tocará vivir al próximo gobierno. Y nada tiene que ver con los avatares de la política doméstica.
“Línea de fuego” es la última novela de Arturo Pérez-Reverte, y constituye el punto de partida del comentario muy personal que, gracias a su benevolencia, quisiera compartir con mis amables lectores.
Acabo de leer la novela y la recomiendo con entusiasmo. Pero solamente a quienes estén dispuestos a sumergirse en los episodios de una historia cruel, relatada con un lenguaje que no ahorra los más duros detalles, y que culmina, no con un puntal final, sino con un sinnúmero de interrogantes sin respuesta.
Estos comentarios podrán entenderse en todo su sentido, si agrego que la novela nos sitúa en 1938, en la batalla del Ebro, en el escenario de la guerra civil española. La batalla más sangrienta librada en suelo español, nos advierte el autor, que tuvo un efecto decisivo en el resultado de la guerra.
Y aquí viene lo personal. La guerra civil española ha sido un tema que me ha interesado, casi diría que me ha perseguido a lo largo de los años.
Era un niño cuando escuché en alguna parte que el entonces ministro Guevara Moreno afirmaba que, integrando las brigadas internacionales, su cuerpo había sido mordido por la metralla fascista. La frase se quedó en mi memoria, aunque en ese momento no la pude entender.
Alumno en el colegio quiteño de los jesuitas, los maestrillos españoles eran todos franquistas. Obviamente, su visión de la guerra no podía ser otra que la de justificar el levantamiento militar contra la República.
Recuerdo una película de la época destinada a ensalzar el heroísmo de la defensa del Alcázar de Toledo. El contrapunto se dio con otra película, “¿Por quién doblan las campanas?”, basada en una novela de Hemingway. Los escasos detalles filtrados sobre el asesinato de García Lorca me dejaron atónito.
Novelas, películas, el rescate de la música que se escuchaba en el campo de batalla (“Si me quieres escribir ya sabes mi paradero: en el frente de batalla, primera línea de fuego”), centenares de fotografías, lecturas interminables, informes, testimonios. Y, terminada la dictadura, nuevas revelaciones.
Las convicciones iniciales se fueron matizando, desdibujando. Seguramente volviendo cada vez más inexplicable la violencia brutal que se desencadenó. Antes y después de la guerra.
Claro que podríamos argüir que la brutalidad de la Segunda Guerra sobrepasó todos los límites; pero una guerra civil tiene otra dimensión, una ferocidad adicional, alimentada por conflictos vecinales, por rivalidades, por odios, por venganzas.
La novela de Pérez-Reverte tiene el mérito de permanecer, como un testigo que no se pronuncia, junto a los combatientes de los dos bandos. Jóvenes, tan jóvenes algunos que les llaman los biberones. Voluntarios unos, reclutados a la fuerza otros. Todos ellos dispuestos a morir.
El valor contra el valor, el heroísmo contra el heroísmo. Así lo resumía uno de los jefes de uno de los ejércitos en contienda.