A mediados del siglo XIX cuando surgió el nombre de América Latina para designar al conjunto de países de habla hispano-portuguesa, surgió también la necesidad de reflexionar acerca del contenido de la latinidad americana. ¿Qué significa ser latino en un continente mestizo donde conviven pueblos de diversa procedencia étnica? La hermandad que brota del idioma común, más la concurrencia de unas mismas raíces culturales llevaron a los líderes de estos países a exaltar los valores que evocan un origen y un destino compartidos, a reformular la idea bolivariana de la unidad continental sobre la base del reconocimiento de un estilo de vida identificado como latino, diferente al de la América anglosajona.
En el siglo XIX, Shelley, un inglés romántico y ateo seducido por la continuidad de los modelos griegos en el arte europeo, proclamaba: “todos somos griegos”. George Steiner, celebrado escritor de estos días, francés de nacimiento y judío de origen, ha señalado que la sustancia de Europa se nutre de la confluencia de dos grandes tradiciones representadas por Atenas y Jerusalén. La Filosofía y la Religión, el pensamiento analítico y la conexión con lo divino, la ciudad de Sócrates y la ciudad de Isaías convergen y se enlazan de manera sincrética y conflictiva en la cultura europea. No son pocos quienes opinan además que toda la Filosofía de Occidente no es sino una nota a pie de página de Platón.
¿Y Roma dónde queda? Sin Roma no se entendería Europa ni América. A la lista de Steiner habrá que añadir Roma, la civilización del código y la idea cesárea, la ciudad de Cicerón y Séneca, la forjadora del derecho y la cives o ciudadanía romana. Roma, la ciudad de Virgilio y la utopía del imperio con una misión providencial capaz de atravesar los siglos, un proyecto de hombres recios, la envidia de los dioses; utopía que ha persistido y aún persiste en el cristianismo y el papado romano y en todos los proyectos imperiales que llegaron luego.
Cómo dejar de lado Roma y el latín si de él emanan las lenguas romances de la Europa mediterránea, el castellano y el portugués que se habla en América. Si la lengua es –como creía Unamuno- la sangre del espíritu, este castellano que hablamos 500 millones de hispanoamericanos no es otra cosa que la continuación de la oralidad latina que lleva en su seno los gozos y quebrantos del espíritu mediterráneo, la vida de los sentidos, la aceptación metafísica de la dicha, un sentimiento impregnado del “carpe diem” horaciano.
Y la latinidad americana es más, mucho más que esto porque en ella confluyen, como en un gran río, otras cosmovisiones, todas las sangres de la América india, todas las visiones de Tenochtitlán, Chichén Itzá y Cusco y sin las cuales América Latina no sería América, la utópica tierra de los sueños y los sedimentos milenarios.