Diecisiete millones de jóvenes en Colombia de entre 15 y 24 años. La población más joven del mundo está en América Latina; está, pero marginada. Ha vivido y crecido bajo una lógica de adultos, políticas adultocentristas. Políticas que siguen pensando en formas de estudio y trabajo vinculados al mundo empresarial desaparecido. Con valores relacionados al acumulamiento de capital y al consumo. Ahora, más aún en épocas de pandemia, la informalidad laboral campea y los contratos se convierten en trámites por resultados, valorados precariamente. La mayoría son “ninis”, ni estudian ni trabajan; “juvenicidio”, como lo llaman en la Argentina, es decir, matarlos por su condición de juventud, viviendo la desocupación y falta de oportunidades.
Se escucha de los emprendimientos y del éxito de jóvenes ejemplares solos o en colectivo; ¿pero verdaderamente lo logra la gran mayoría? O son casos dispersos que tan solo señala las carencias de esta gran población que tiene como meta finalizar al menos el pregrado universitario y luego, de inmediato, insertarse en el mundo laboral. Pero en Colombia, por citar el ejemplo vecino, el 40% de ellos están desempleados. Hemos lanzado al mundo grupos de seres humanos altamente especializados como nos hubiese gustado serlo a las generaciones anteriores; hemos creado un gran masa crítica como jamás lo fuimos nosotros; conocemos de su capacidad relacional, de crear colectivos, de movilizarse para defender los derechos humanos y de la tierra, cosa que fuimos incapaces por cobardes, ciegos y timoratos. Y ya creados los castigamos, les echamos gas y toletes; disparamos o violamos. Queremos matarlos metafórica o realmente, volverlos sumisos ante la desigualdad y la crisis planetaria.
Y luego, no entendemos su desconfianza ante las autoridades corruptas, ante las instituciones colapsadas por la falta de trabajo para las sociedades, ante los partidos políticos listos a robar una vez posesionados del cargo de turno. No son una generación de cristal, lo serán unos pocos “aniñados”, son una generación perpleja, furiosa, despierta y cuestionadora. Critican las ofertas retóricas y la falta de políticas públicas para integrarlos a su propia sociedad a sabiendas de que son los únicos que quizás puedan salir con nuevos paradigmas de vida. Y en medio de este sombrío panorama somos incapaces de entender su vinculación a las guerrillas rurales, su adscripción a grupos del narcotráfico o a las pandillas del bazuco. Somos incapaces de comprender por qué muchos ya no quieren hijos, son nómadas, recogen espiritualidades que les permitan resistir.
Si continuamos en este diálogo de sordos, seguiremos despertando más sospechas, más violencia, más odio y resentimiento y nuestros jóvenes en este tránsito se convertirán en viejos…