Entre las cualidades o facultades de la persona encontramos a la “inteligencia”. Definirla o conceptuarla depende de la aproximación académica. La filosofía, la antropología, la sicología – y en épocas recientes la neurociencia – se han encargado de su estudio en un intento por empatar lo que la inteligencia comprende a título de tres factores: intuición, razón y sentido común. El intelecto es una báscula entre los hechos y el manejo que hagamos de ellos.
Los componentes aludidos confluyen en la noción más escueta pero a la vez espléndida de inteligencia en palabras de Aristóteles: agudo ingenio. Éste lo concebimos como la aptitud del hombre – inteligente – de discernir sobre algo a la luz de su saber conciencial, que en definitiva es su conocimiento legitimado en la razón, aplicado a situaciones concretas en que prime la cordura respecto del conducirse humano. En este acercamiento al tema, para santo Tomás de Aquino las personas menos inteligentes, a la par de tener una comprensión incompleta de los hechos, dejan de obtener buen provecho de su entendimiento… por más restringido que éste sea. Para B. Spinoza, a quien ya nos hemos referido en algún artículo, sabio es el hombre que sigue los dictados de la razón y no los de las pasiones. Así, la sabiduría como manifestación de inteligencia es una manera de autocontrol racional.
En nuestro análisis de algunas teorías filosóficas descubrimos el necesario paralelismo con Kant, quien encuentra distancia entre la inteligencia creativa y la imitativa; en aquella existe genio… en ésta, mero espíritu de reproducción. La “inteligencia imitativa” no es per-se ingenio sino habilidad básica de transmisión de información, que expresa vulgaridad del actor. Se presenta en los individuos que se dejan llevar por las tendencias. Recordemos a Ortega y Gasset, quien cataloga al “hombre masa” como el ser que no se valora a sí mismo, sintiéndose como todo el mundo y, sin embargo, dejando de angustiarse. Para el intelecto, la angustia es ineludible en tanto que conduce al hombre a cuestionar sus propios actos y omisiones.
En los “no inteligentes” se observa una patente propensión a abstraerse de la evidencia. Esto es derivación de su tozudez, al tiempo que de incapacidad en reconocer las “suyas limitaciones” tanto intelectuales como académicas. En el primer caso estamos ante una obstinación factual auto-defensiva, fruto primario de complejos de sumisión. En el segundo, nos encontramos con la estupidez pura y llana. Las dos son situaciones de monumental peligro social, siendo que el daño implícito en el conducirse de un tonto es mayor en grado sumo que aquel a encontrarse en el irresponsable riguroso.
La inteligencia demanda de “percepción” más allá de los sentidos físicos. Conforma una habilidad innata a reconocer los efectos y consecuencias de nuestros procederes. Quien deja de angustiarse ante las injusticias sociales imperantes, viviendo a solas su propio mundo, es un menguado intelectual.