“Experimentábamos una alegría muy sencilla, humana, sin ninguna exaltación, casi inconsciente. Pensé en las ponderadas palabras de Confucio: Por qué la felicidad es tan rara en el mundo. Los idealistas la colocan demasiado alto y los materialistas, demasiado bajo. Pero la felicidad se halla a nuestro lado, a la altura de nuestro corazón; no es hija del Cielo ni de la Tierra, es hija del hombre”. ¿Nikos Kazantzakis?
Les debo esta felicidad sin exaltaciones. Siempre las necesité: cuando vivían en casa y cuando, más independientes, menos pobres, quizás, con mayor sentido de su libertad y hasta con hijos, empezaban otro género de batallas por un plato de más, por la educación de su pequeño o sus pequeños. Batallas por la vida.
Fueron un faro en mi infancia; Teresa, Rosaura, Zoila, Miche (así llamaban en Cuenca a las Mercedes), con sus travesuras de muchachitas jóvenes; yo las acompañaba a llevar las esquelas a las amigas de la abuela en un platito de cristal o de plata con precioso tapete a crochet. Paseábamos –todo era para mí paseo, entonces- de la casa al mercado, donde topábamos toda suerte de maravillas: rifas, flores, vendedores de espejos enmarcados con un jueguito de bolas por insertar en un rostro, al reverso; el carro-ruleta de los heladeros. Su alegría escondida o sus cuentos de miedo encantaban nuestras noches y nos obligaban a carreras aterrorizadas desde la cocina o el comedor de diario, por el interminable pasillo oscuro hasta el cuarto ropero, los dormitorios, el cuarto rojo, donde respirábamos, para reencontrar, a veces, el miedo incontenible en nuestros sueños. Estuvieron en mis ilusiones y desilusiones; en los cuentos que inventaba y que oían curiosas, sonrientes, abiertas a alegrías y tristezas, siempre listas. Estaban.
A Elena la atropelló un taxi que huyó una noche terrible, pero me faltaron la experiencia, la generosidad y las palabras para decirle gracias antes de su trágica muerte y reconocer su inmensa paciencia, sus detalles, su nitidez, su gracia. Murió, ya no hubo tiempo. ¿Cómo adelantarnos a la injusticia de toda muerte, sino durante las horas de la vida?
La llamada de Mayra, tan querida, es la primera del día de la madre. Cálida, generosa, me cuenta de sus hijas que emigraron a Chile, de la mayor, bien casada en España. Pasó incontables dificultades de cuatro hijos sin padre: hoy ellos responden con amor a su enorme y valiente solicitud.
Con la pandemia, Constanza, Iliana dejaron de estar. La limpieza de casa cada día, a cierta edad, es severa exigencia; el aseo de cocina, de patio, de las habitaciones, de los baños se vuelve carga difícil de soportar. ¡Y cocinar, Dios mío! ¿De dónde nos vinieron la fuerza y la alegría para vivirlo sin quejas?
Pero el miércoles fue día de fiesta, día de dar gracias: Iliana ya volvió. La casa reluce con otro brillo; la cocina que, por lo visto, dejaba que desear, fulgura. Iliana nos trajo esta felicidad a la altura de nuestro corazón.