Las últimas multitudinarias manifestaciones en Venezuela, dirigidas personalmente por Guaidó, en demanda de libertades y derechos negados por la tiranía de Chávez y Maduro, fueron calificadas de “golpe de estado” por el oficialismo, y reprimidas con la fuerza bruta de tanquetas y fusiles. Una fracción del ejército plegó al movimiento restaurador y reconoció la legitimidad del Presidente provisional que, como máxima autoridad de la Asamblea, recibió el encargo de ejercer la función ejecutiva.
Maduro no se hizo presente para arengar a sus huestes, denunciar a la oposición y minimizarla. Corrió el rumor de que tenía preparada su fuga hacia Cuba pero que, a último momento, cambió de planes. Mientras tanto, gracias a una amnistía que le concediera Guaidó, Leopoldo López salió de su arresto domiciliario y tomó parte en las manifestaciones populares.
Un somero análisis de esta realidad suscita preguntas que no tienen respuestas fáciles. De hecho, en Venezuela actúan dos poderes, el dictatorial de Maduro, fraudulentamente entronizado mediante unos comicios en los que no se permitió que participaran las fuerzas opositoras, y el de Guaidó, reconocido como legítimo por la Asamblea Nacional. El primero, tiránico y absolutista, nada ha podido en contra del coraje del joven líder democrático, determinado a poner fin al desgobierno que ha empobrecido a la rica Venezuela, eliminado las libertades y derechos y condenado a su pueblo a la miseria y al éxodo. El segundo, si bien aumenta de día en día su popularidad, no ha conseguido aún subir la protesta social hasta el nivel necesario para que se fundan los fusibles militares que sostienen al madurismo y retorne la democracia a ese sufrido país.
Mientras Maduro hace uso de la maquinaria estatal, corrompida por los abusos del poder y sus vínculos con el narcotráfico, Guaidó busca inspirar a su pueblo, liberarle del temor causado por los abusos y amenazas del régimen y guiarle para tomarse la Bastilla y reconquistar la libertad. El uno se ve furioso e impotente; el otro sonríe porque cada día es mayor su simbolismo democrático.
La comunidad internacional, que por años observó con aparente indiferencia el drama venezolano, salió de la inercia al reconocer la legitimidad de Guaidó y pronunciarse, concertada y claramente, en favor del imperio del derecho y las libertades en Venezuela.
El drama se complica porque no son pocos los que, observando cómo se prolonga un statu quo de indefinición, abogan por una concertada acción de fuerza que ponga rápido fin al régimen de Maduro, cuyo gobierno ha redoblado sus acusaciones contra el “imperialismo” para que otras voces se levanten en su defensa, trasladando así a nuestro hemisferio las rivalidades de la geopolítica mundial en tiempos de la “guerra fría”.