Tenemos cinco nietos, entre diez y dieciocho años de edad. En medio de mil precauciones y temores, nos reunimos en Navidad y Año Nuevo. Nos hicieron rejuvenecer. Son jóvenes que miran el futuro con optimismo, que alimentan esperanzas, que reflexionan, que imaginan y cultivan proyectos; y que se preparan con esfuerzo para traerlos a la realidad de sus vidas.
En el Ecuador hay millones de jóvenes como ellos. En diferentes circunstancias y condiciones, algunas muy precarias y difíciles, también sueñan con un futuro de realizaciones; tienen fe en conseguirlas, son valientes emprendedores con buenas ideas, que prodigan imaginación, y afrontan el futuro con idéntico entusiasmo.
En cambio, los millones de abuelos, que amamos a nuestros nietos, y que atravesamos con angustia la hora actual del Ecuador, miramos con incertidumbre el futuro. No podemos ser optimistas.
Posiblemente los años, las experiencias, los desengaños, el mirar todos los días las adversidades que lastiman al país, todo ello ha tenido el lamentable efecto de asfixiar muchas de nuestras viejas ilusiones.
Sí. A los abuelos nos parece que las condiciones en que los nietos vivirán en el futuro son cada vez más complicadas. Las sociedades experimentan cambios asombrosos. Amanecemos todos los días con avances tecnológicos insospechados.
La implacable globalización, que a veces nos encanta, también nos abruma y nos asusta.
La violencia se expande peligrosamente y se apela a cualquier motivo para justificarla.
El riesgo ambiental crece en proporciones escalofriantes. Un mundo tan diferente al que nosotros conocimos hace cincuenta o sesenta años, en que no había, no digamos internet o teléfonos celulares, ni siquiera una modesta televisión.
Sin embargo, y a pesar de la inquietud que nos causa lo desconocido, creo firmemente que la juventud tiene el coraje suficiente para asumir tales desafíos y para sacar ventaja de las novedades.
Pero mi principal preocupación no va por ahí. Lo realmente doloroso es contemplar el Ecuador que les estamos dejando. Un país agobiado por problemas, que en ocasiones parecen insolubles.
Con una anomia institucional que se agrava por momentos. Con una clase política irresponsable que no atina a encontrar las respuestas. Con una crisis moral que estalla en la corrupción administrativa.
También debemos decir que el Ecuador no es solo esa larga y penosa lista de calamidades.
Que hay gente buena, muy buena; que es un país con lugares maravillosos; que cuenta con recursos inagotables; que solo falta hacer aquello que las viejas generaciones no hemos hecho.
Los jóvenes son el futuro de la patria, se suele decir solemnemente en los discursos oficiales. Y claro que es verdad.
Pero esta no es la hora de los discursos.