El tumulto está acabando con la cultura, liquidando instituciones y arruinando la naturaleza. Ascienden al Everest, simultáneamente, cientos de personas que forman una impresionante congestión en la cumbre y en los senderos de montaña, dejan toneladas de basura, arruinan el paisaje y se van, dichosas de haberse fotografiado y de anunciar sus hazañas por las redes.
Las ciudades de todo el mundo sufren la invasión del turismo multitudinario que daña los monumentos y liquida la paz. Crece la población hasta extremos insostenibles. El tráfico es un tormento. El smog mata toda forma de vida. Nos ahogamos en desperdicios y envenenamos los mares con plástico y aguas servidas. Las playas son basureros.
Los bosques desaparecen al ritmo de motosierras e incendios; el campo se arruina; crecen las urbanizaciones sin ton ni son. Ya no hay río limpio ni quebrada virgen; no hay laguna azul, todos son vertederos de inmundicias. ¿Progresamos?
El tumulto, el lleno, es el fenómeno característico de la sociedad de nuestro tiempo. Todo está desbordado por multitudes a las que les sobra arrogancia y les falta respeto, que se sienten con derecho a llegar, dejar sus huellas e irse con su alboroto a otra parte, y que no tienen idea de sus obligaciones. Son las masas sin noción de solidaridad ni sentido de ciudadanía.
El drama está en que nada estaba preparado para manejar semejante invasión, ni semejantes niveles de alboroto, consumismo, desperdicio e irresponsabilidad. Nada estaba preparado para enfrentar las consecuencias de la sustitución del respeto por el desplante, del sentido común por la publicidad comercial y la propaganda política.
Se ha perdido la idea de que, además de los derechos y caprichos, hay algunas responsabilidades que cumplir, muchos deberes que asumir, y empeños que no es posible olvidar, porque sin ellos no hay comunidad.
El problema es que nadie educó a nadie. Los profesores tiemblan, las autoridades tiemblan, los municipios hacen de la vista gorda, y todos apuntan a “pasar de agache”, en silencio y con disimulo, quizá por la vergüenza de ostentar el “terrible encargo” de poner orden y disciplina, de enseñar y aplicar las reglas básicas de convivencia, porque todos, y por cierto, la inefable “sociedad civil”, están condicionados por el prejuicio de la falsa popularidad, por los intereses y los miedos, por la idea de que la “ciudadanía”, a la que tanto se usó como argumento de la demagogia más cerril, es ejercicio del capricho y del desprecio a los vecinos y peatones, y a los que estorban en la ruta de cada cual.
El tumulto, y su expresión política, el populismo, han arruinado también la democracia, reducida a actos de masas, elecciones multitudinarias y al imperio del anonimato, la demagogia y el griterío.