El Ecuador vive desde el 18 de octubre en estado de excepción. Durará dos meses y supondrá presencia permanente en las calles de Fuerzas Armadas y Policía. No todos coinciden con la medida.
La justificación presidencial ha sido la espiral delictiva relacionada con la droga. Sin duda, la criminalidad se ha disparado. La tasa de homicidios que fue de 5.2 por cada 100 mil personas en 2018 alcanzó 10.62 en octubre 21. La argumentación oficial, lastimosamente, no incluye una visión de causas. Exhibe la problemática sin explicaciones. Ello afecta la puntería de las estrategias.
El discurso oficial patina en 2 aseveraciones. Aborda la criminalidad como si fuera homogénea, como si crimen común, pandillas y grupos de crimen organizado fueran semejantes. Confiere a toda la criminalidad el sello de la droga y la disputa por territorios y liderazgo. Esta uniformidad provoca equívocos en las políticas.
El estado de excepción tiene carácter extraordinario. Plantea acciones que no se harían en tiempos “normales”. Algunos críticos mencionan que las acciones implementadas pudieron hacerse sin declaratorias dramáticas. Se sospecha que existieron otros móviles: generar percepción de seguridad (fugaz), mostrar poder del Estado, debilitar las movilizaciones sociales.
La situación de excepción es por esencia temporal y exige una agenda de trabajo. Con resultados inmediatos y visiones estructurales. En nuestro caso, se desconocen los resultados concretos, más allá de las requisas. Resultados, como desarticulación de bandas, fortalecimiento de inteligencia, control de cárceles, filtros de frontera. Tampoco se aprecia voluntad para construir un plan estratégico integral y consensuado (no solo militar) sobre la problemática. El carácter reactivo predomina.
Lo peor que le puede pasar a un estado de excepción es que no se lo tome en serio, que se lo desafíe. Hechos como ahorcamientos y balacera en cárceles, reos armados en las terrazas, asesinatos en inmediaciones de operativos militares, protestas violentas, secuestro de militares constituyen un desplante a la autoridad y un desgaste del estado de excepción.
El cuadro perfilado parece resbalar hacia un modelo de militarización de la seguridad pública… la atmósfera se cargará con más violencia, controles y falsa confianza. La seguridad no es asunto exclusivo de la fuerza pública. Ella es indispensable pero se precisan otras miradas, otros destinos.
Como siempre, diagnósticos y buenas intenciones sobran. Tal vez es momento de avanzar en algunas líneas nuevas: análisis sociológico y cultural, identificación y reclusión de líderes, rendición de cuentas sobre investigaciones, articulación con poder judicial, depuración y formación de la fuerza pública, freno al tráfico de armas, convenio con Colombia, observatorio ciudadano. El Estado -que no es fuerza pública solamente- tiene la primera palabra.