No existe una predisposición para la moralidad o la inmoralidad, no hay pueblos esencialmente corruptos, aunque esto sea a difícil de aceptar debido a la profusión de hechos revelados en estos días de pandemia, desde las compras con sobreprecios, las becas para los parientes, hasta la obtención indebida de certificados de discapacidad.
La ley define como persona con discapacidad a quien, por sus condiciones, sin importar la causa de origen, ve restringida de forma permanente su capacidad biológica, sicológica o asociativa para ejercer una o más actividades esenciales de la vida diaria. Para obtener los beneficios legales se requiere de una “calificación” de tipo o porcentaje de discapacidad, esto está cargo del Sistema de Salud, a partir de cierto nivel es que pueden accederse, entre otros ayudas, a la exoneración de tributos para la importación de bienes y vehículos.
La ley no contempla factores como los ingresos, ocupación, profesión o posición social del beneficiario, pero sí establece que la discapacidad debe ser de aquellas que restringen de forma permanentemente una o más actividades esenciales de la vida, y es a partir de esto se puede identificar diferentes niveles de inmoralidad de quienes han recibido estos privilegios sin merecerlos.
En el nivel menor están los funcionarios que tratan de forma diferente a los solicitantes, facilitando las cosas a quienes tienen palancas o influencias y complicando el proceso para las personas comunes; en este mismo nivel están aquellos que usan el beneficio pese a que su discapacidad no restringe ningún aspecto esencial de su vida, un abuso del derecho. El doble rasero es evidente: las exigencias son para los necesitados y sin contactos, la inflexibilidad y el legalismo para quien no tiene forma alguna de poder. En el segundo nivel de la inmoralidad están los funcionarios que otorgan la certificación a sabiendas que la discapacidad no es de aquellas que permite recibir el beneficio, ya a cambio de algo, ya por hacer un “favor”; junto a los funcionarios están quienes usan su influencia, el dinero o contactos, para forzar algo que en realidad no les corresponde ya que su discapacidad no limita aspectos esenciales de su vida (por ejemplo tener lentes o un nivel de audición menor). En el tercer nivel están los delincuentes, los que acuden a redes organizadas para que se les entregue certificaciones que no les corresponden o “compran” cupos de personas que por su estado de necesidad requieren el dinero; éstos, quienes se benefician y los que benefician, se colocan por encima de la ley y que creen que pueden obtener cualquier cosa sin importar la forma, abusando de las normas y con la complicidad de funcionarios deshonestos, y de una sociedad que mayoritariamente ha dejado de reprochar al inmoral, al corrupto, al delincuente, si es que tiene éxito. “Democratizaron” la corrupción, ya no son unos pocos, ahora son muchos los que se reparten la infamia; mientras tanto los que realmente necesitan los beneficios, atónitos han confirmado que la deshonestidad no se frena ante nada.