Al día siguiente

Es el día siguiente, el otro día: este día ‘otro’. De esos días que llaman a abrazarse, a conversar, a agradecer. La peluquera venezolana, gordita, cantarina, me miró y me dijo: ¡Qué paz sentimos, señora! Así, Alba, en sus momentos de miseria, en sus dificultades y su alivio ante el trabajo esporádico que tiene aun en pandemia, tradujo mi sentimiento más profundo, que no es solo de gozo: es el sentir la concordia del mal exorcizado; es, ante el día luminoso, la libertad de ser, de vivir, de decir.

‘Distracción, mi último artículo, fue escrito, precisamente, para exorcizar el miedo que entonces me abrasaba. Ya aliviada, como tantos ecuatorianos, repleta de esperanza, quiero contarles el porqué de mi evocación. Hace más de treinta años, Elena, hacendosa, limpísima, venía los sábados a casa, a ayudarnos el fin de semana. Muy bien recomendada, teníamos confianza en ella. Un sábado, al volver de un paseo, encontramos la ropa de las seis camas, seis, incluidos los colchones, ‘secándose’ al sol ya muriente, del patio. Todo estaba húmedo, y Elena me explicó que había hecho una ‘limpia’ contra los malos espíritus de la casa que principalmente se alojan en las camas. La miré extrañada y nos preparamos para una noche rara en los colchones inflables de la carpa o en alguna alfombra. Para los cinco muchachitos, todo era novedad y alegría.

Semanas, quizá meses después, volvimos a casa que había quedado, asimismo, en manos de Elena. Ella ya no estaba, pero del gran tarro para basura ‘limpia’ colocado en una esquina del garaje, uno de los chicos vio que salía humo. Nos acercamos asustados: todo se consumía, salvo alguna esquina de madera y tela que rescatamos: ¡Elena había quemado el bello cuadro de César Carranza que comprado en una de sus primeras exposiciones en la Librería Pomaire de la Amazonas, tan íntima y cálida, conservábamos en la sala. El recuerdo de ese cuadro, y de otro que conservaba la abuela en su vieja casa cuencana, inspiró mis palabras del artículo del martes 6. Hoy evoco a Elena, -supe que había muerto, ya no era joven cuando la contratamos- y la recuerdo casi agradecida, porque comprendo que en medio de su fobia a cuanto evocaba vida, gozo, juventud, enamoramiento, ella solo trataba, como nos explicaba en momentos de conversación que siempre tuvieron la gracia de un ápice de misterio, ‘hacernos el bien’. Tal como ella lo entendía, esto es lo cierto, y a pesar de que ella ya no volvió, pues sin duda entendió que no éramos lo suficientemente ‘sanos’ como para que no nos horrorizara la pérdida de ese ‘trozo de pasado femenil, de ese no sé qué de inalterable, de esa melancolía huyente como un ángel, tras los pilarcitos tallados del espaldar de la vieja cama’. De esas ‘mujeres de hace tiempo que conocen el largo y lento placer de conversar frente a frente, de murmurar sobre otras mujeres, de comunicarse desvelos, angustias y alegrías. Que sugieren desde el cuadro, pasiones, redondeces y gozos’. Si de ellas, incluida Elena en su tormento…

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