La Constitución declara que el Ecuador es un “Estado de derechos y justicia”, que su primer deber es la defensa de los derechos, que las autoridades deben garantizar su cumplimiento, que los principios y los derechos son irrenunciables, inalienables, indivisibles e interdependientes, que será inconstitucional cualquier acción u omisión que menoscabe el ejercicio de los derechos; que los derechos se podrán ejercer y exigir ante las autoridades competentes. Y bla, bla, bla.
Sin embargo, ¿dónde están mis derechos a la vida, a la integridad, a la libertad, a la movilización, a la propiedad?, ¿dónde está el derecho a desarrollar actividades económicas, a una mínima seguridad, a un ápice de certeza, a un retazo de paz? ¿Quién me ampara? Pregunto, porque, como tantos ecuatorianos, me siento inerme, agredido, impotente. Siento que quienes no estamos en las jugadas del poder o en el malabarismo de las negociaciones, somos prescindibles, somos la clase de los tontos útiles, que sirve para votar cuando el discurso electoral nos convoca, o para pagar los impuestos que se inventan y las contribuciones que salen del magín de los sabios.
Pregunto por mis derechos, porque ellos expresan la dignidad que distingue a las personas, pregunto porque el “Estado garante”, ese que proclama la Constitución que fundó el país de la felicidad, se ha esfumado para convertirse en rehén de conflictos que le abruman, en administrador de imposiciones de grupos que exigen cada cual lo suyo, a ritmo de grito y pedrada. Pregunto, porque la legalidad se diluye, las instituciones agonizan, y porque, a estas alturas de la tragicomedia, la representación política no pasa de ser una ficción. Pregunto porque siento que mis derechos se pierden entre la incertidumbre y el asombro.
El Estado está en crisis, aquí y en España. El particularismo y la acción directa, por fuera de la ley y las instituciones, entierran a la racionalidad política, al sentido común y la prudencia. La violencia es el método. La intransigencia es el estilo. La tolerancia y la solidaridad son las grandes ausentes. La opinión es ahora una telaraña de las noticias falsas que prosperan en las redes.
No es prudente ni responsable olvidar lo que vivimos. Están sembrados el miedo, la discordia, la desconfianza. Nada de eso ha muerto, late en muchos gestos, anida en las palabras, en las amenazas, en los discursos. Está en entredicho la fe en las instituciones. Quedó por los suelos, entre las cenizas y los escombros de una ciudad agredida, el principio de autoridad.
En semejantes circunstancias, quizá el camino esté en decir la verdad, en apostar por la tolerancia y la sensatez. Quizá esté en no caer en la estúpida tentación de las refundaciones, las mentiras, los puños levantados y el odio.