Las campañas electorales son oportunidades para medir los reales atributos de una democracia. En estos mismos días los ecuatorianos estamos embarcados en un proceso electoral, un corto lapso en el que demostramos cómo practicamos la política. Corren para la presidencia de la República 16 candidatos de los cuales solo dos o tres están avalados para el cargo. La mayoría ha surgido de la nada, nadie los conoce y nadie sabe a quiénes representan. Madrugadores vanidosos los más de ellos, aventureros que ostentan escarapelas de inexistentes partidos. Obligados a aventajar las ofertas de sus contendientes, hacen promesas extravagantes como aquella de regalar mil dólares a un millón de madres solteras o mal casadas. Demagogia perversa y descarada que viene de quienes por una década mintieron al país.
Cuando el ejercicio de la política se funda en el engaño, cuando campea el divorcio entre el discurso ético y la acción pública, la democracia llega a ser una farsa, una parodia de algo serio y respetable. Si una sociedad no ha llegado a erradicar el embuste es porque mantiene una relación equívoca con la verdad.
En el siglo XVIII Rousseau dejó sentado el principio universal de la igualdad de todos los ciudadanos. Esta igualdad teórica consagrada en las leyes choca con la evidente desigualdad que existe entre los seres humanos. Cada individuo es irrepetible y diferente a todos los demás. Unos nacen con más talento que otros, con mayores disposiciones físicas y mentales que otros, unos son guapos y otros feos. La desigualdad entre los individuos es connatural a la raza humana, condición que permite que unos prosperen más que otros.
Son las elites y no las multitudes las que siempre han gobernado. En la antigüedad Platón teorizó sobre cómo debería organizarse la polis; diseñó un estado ideal en el que gobiernan los filósofos, según él, los más capaces para una tarea que exige ponderación y sabiduría. Rousseau delineó el moderno republicanismo, puso las bases de una nueva tradición democrática y participativa sustentada en la soberanía popular. El pueblo es una entelequia abstracta cuya imagen es la totalidad de los ciudadanos. La masa, emotiva y transitoria agrupación humana, es propensa al caos, engendra las revoluciones; siendo un impulso gregario, ella misma no gobierna, son sus cabecillas, tiranos como Robespierre, los que mandan.
La irrupción de aventureros en la vida pública de hoy es un ruidoso desvarío divulgado por las redes sociales. El narcicismo y el exhibicionismo de lo privado, rasgos de una cultura globalizada, es el nuevo discurso hegemónico en el que cualquier hijo de vecino tiene la palabra, entra en el espacio digital, opina con más autoridad que un Premio Nobel y se cree con méritos para reemplazar a la reina de Inglaterra. Es así como muchos entienden hoy la democracia.